miércoles, 15 de enero de 2020

Maurice Ravel. Crónica de un conflicto

Maurice Ravel sentía una inmensa fascinación por las épocas pasadas. Una y otra vez, en sus obras, Ravel recurre a formas musicales antiguas, a imágenes de un pasado evocador que sitúa en primer plano en su música. Un buen ejemplo de esta fascinación la hallamos en obras como el Menuet antique o la preciosa Pavana para una infanta difunta.


Maurice Ravel

Una pavana es una danza cortesana, de ritmo pausado y majestuoso que, durante el Renacimiento, gozó de una gran popularidad en Europa. Con la llegada de la Ilustración, esta danza —como tantas otras— cayó en el olvido, siendo sustituida por las cada vez más sofisticadas formas sinfónicas. Ravel, en pleno siglo XX rememora aquel ritmo de danza, tratando de evocar una atmósfera cortesana, palaciega. En otras obras como, por ejemplo, su suite Le tombeau de Couperin, Ravel plantea una música con los perfumes del siglo XVIII, valiéndose de ritmos y formas musicales como la Forlane o el Rigaudon, danzas que en las cortes del Antiguo Régimen habían gozado de gran popularidad y que hacía años que permanecían olvidadas. En el fondo, Ravel, como buen francés, sentía una gran atracción por la danza (nos atrevemos a decir: por las atmósferas suntuosas donde se danza).


Wilhelm Gause: Hofball in Wien

Ravel proyectaba un homenaje musical a uno de los grandes autores de música de baile, Johann Strauss. Desde 1906 luchaba por escribir una especie de apoteosis del vals, una obra orquestal donde se recrearan las sonoridades propias de la Corte Imperial de los Habsburgo. Ravel parece ensayar estas intenciones en sus Valses nobles et sentimentals, una obra de 1911 donde se sumerge en las profundidades del vals, proponiendo una sofisticada y original visión de esta popular danza.


Inicio de los Valses nobles et sentimentals

Pero, aquella Europa suntuosa no era más que un espejismo. Bajo aquella apariencia opulenta y cortesana, las tensiones políticas y la decadencia se abrían paso. Una luminosa mañana de junio de 1914, Gavrilo Princip, un joven revolucionario a quien, por pura casualidad, le cayó el destino del mundo en las manos, se encuentra frente al coche del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio austrohúngaro. Con aquellos repentinos disparos, Princip encendió definitivamente la mecha que haría estallar a Europa por los aires.

Gavrilo Princip

Como una hoja afilada, la Primera Guerra seccionó el corazón de Europa. Las innovaciones técnicas en la maquinaria bélica convirtieron el conflicto en el más mortífero hasta el momento, con más de 16 millones de muertos. Europa se desprendía de su antigua piel. Las certezas se desmoronaban.


Un soldado aliado recibe los primeros auxilios en Varennes-en-Argonne, Francia. Septiembre de 1918

Como a tantos y tantos millones de personas, la salvaje y traumática experiencia de la Gran Guerra cambió a Maurice Ravel. Todas las ilusiones e ideales de la belle èpoque se esfumaron. Aquellas intenciones por recrearse en evocaciones de un pasado suntuoso y opulento de Ravel se transfiguraron y canalizaron en una obra que, precisamente, serviría de crónica del hundimiento de aquel Antiguo Régimen: La Valse.

 En La Valse encontramos a la vieja Europa bailando el vals bajo una luz crepuscular, turbulenta. Poco a poco, esta imagen suntuosa se ennegrece, se vuelve furiosa y disonante y acaba colapsándose para dejar paso a una nueva era, estridente y vertiginosa. Ravel sugiere una imagen poética al inicio de la partitura que nos evoca estas imágenes. Escribe:

Remolinos de nubes dejan entrever, a través de claros, parejas que bailan el vals. Las nubes se disipan poco a poco: distinguimos una sala inmensa con una multitud arremolinada. La escena se aclara progresivamente. La luz de las lámparas de araña estalla en el fortíssimo. Una corte imperial, sobre el 1855.

Escuchamos estos "remolinos de nubes" en el inicio. Los contrabajos, divididos en tres grupos, dibujan un tremolo en el registro más grave del instrumento. El resultado es más bien un ruido, brumoso y profundo sobre el cual, los fagots, también graves, parecen anticipar el gran vals que, dentro de un momento, tendremos frente a nosotros.



Pronto se desvanece la niebla densa y tupida. De repente, descubrimos un magnífico salón de baile, suntuoso y rococó. Las parejas, ostentosamente engalanadas, bailan rodeadas de oro y espejos. Escuchamos un espléndido y lírico vals, en el más puro estilo vienés. La vieja Europa baila frente a nosotros.



Enseguida empezamos a darnos cuenta que alguna cosa no marcha bien. Las líneas melódicas de algunos instrumentos empiezan a desdibujarse. Se vuelven temblorosas, sinuosas, inseguras. El vals, lentamente, se desintegra.

 


Escuchamos algunas intervenciones instrumentales que nos sorprenden dentro de la atmósfera elegante y cortesana por la que, hasta el momento, nos hemos movido. Las trompas, haciendo rápidos trinos, parecen burlarse de los bailarines, de la propia música.



La armonía es cada vez más disonante. El vals parece trastornado, enloquecido. Toda la elegancia cortesana se torna zafiedad, la moderación y la templanza de las parejas se vuelve abuso, desenfreno.



El vals parece atrapado dentro de sí mismo. Escuchamos bucles que no dejan que el discurso musical avance con normalidad. Los instrumentos se interrumpen constantemente los unos a los otros. Los graves (contrabajos, fagots...) parecen querer llevar razón, no dejan que los violines muestren la lírica melodía del vals. En el seno de la orquesta nace el conflicto. La sociedad de cabellos empolvados y ostentosos vestidos se pelea de la forma más tosca.



La situación es insostenible. Se ha perdido toda elegancia. El vals se ha transformado en una auténtica burla. Escuchamos instrumentos (aquí las trompetas, por ejemplo) que, lejos de cumplir su cometido en la orquesta, parecen querer molestar a los demás. Ya no se canta, se chilla. El vals es, ahora, una especie de danza macabra donde la actitud grosera lo impregna todo. La música parece inmersa en un remolino.
 


Nada queda del vals. En algún momento lo escuchamos reducido, incluso, al simple ritmo básico, como si los instrumentos hubiesen desistido de intentar entenderse para tocar todos a la vez. En lugar de una orquesta de baile, parece una charanga. No escuchamos violines ni melodías líricas, sino un acompañamiento un tanto bobo de bombo y platos.
  


Todo está perdido. El último vestigio que quedaba del vals, el ritmo ternario básico —un-dos-tres, un-dos-tres— se ha volteado. Todo está fuera de su lugar. El vals parece completamente arrítmico. De aquella música sólo queda una exagerada caricatura. De aquella Europa, sólo una sombra sin forma, una ridícula burla.


La Valse acaba con la autodestrucción de la orquesta. Las dinámicas, los registros, los gestos instrumentales... todo es insostenible. Escuchamos exagerados golpes en la percusión, soplidos desaforados en los metales, crescendos descompasados... Un final grotescamente apoteósico!

 

Aquel homenaje a la suntuosidad cortesana y a la elegancia del vals que Ravel había proyectado originariamente se transformó en una intensa crónica de la desintegración de Europa. La orquesta deviene una perfecta metáfora del conflicto: el vals, pura elegancia, se ve reducido a una cacofónica masa musical. El entendimiento, el diálogo, la escucha de los mismos músicos de la orquesta, se transforma en una lucha de egos, en una encarnizada batalla por hacer valer, a la fuerza, la propia razón sin atender a la de los demás. Los instrumentos parecen hacer suya la máxima de que "quien más grita, más razón tiene".

Lo más aterrador es que, en muchos aspectos, La Valse parece una crónica de nuestros días. Hagámonoslo mirar...

No nos queda más que escucharla de una sola tirada.




No hay comentarios:

Publicar un comentario