viernes, 31 de enero de 2020

Thomas Adès. Un peligroso y atrayente éxtasis

Asyla es, posiblemente, una de las últimas grandes sinfonías que se escribieron en el siglo XX. Estrenada en 1997, es una impresionante obra orquestal escrita por el magnífico compositor inglés Thomas Adès (*1971).

Thomas Adès

El título es el plural de la palabra latina "asylum" que, aquí, puede ser interpretada tanto como "refugio"  como "manicomio". La obra, en cuatro movimientos, requiere un dispositivo orquestal gigantesco que incluye, a parte de seis percusionistas y dos pianistas, una gran orquesta sinfónica. El gran director Simon Rattle es uno de los que más ha programado la obra alrededor del mundo.

El tercer movimiento, que se titula Ecstasio, es uno de los fragmentos musicales más ensordecedores y –valga la redundancia– extasiantes que una orquesta puede interpretar. Adès describe musicalmente en este desenfrenado movimiento un oscuro nightclub, donde se escucha una estrepitosa y repetitiva música techno. La presencia de las drogas de diseño, omnipresentes en un ambiente opresivo y nocturno como este, se deja sentir también en la partitura (nótese la referencia del título, Ecstasio, al éxtasis).

Los ritmos de danza siempre han formado parte, de uno u otro modo, de la música sinfónica. En las sinfonías de Haydn, de Mozart, de Beethoven... se recurre constantemente a los ritmos de danza. Así lo atestiguan la innumerable cantidad de, por ejemplo, minuettos que encontramos en el repertorio. A la manera de una sinfonía del XVIII, Adès  recurre a la música de baile contemporánea para proporcionarse una materia prima de gestos y tópicos musicales. La principal diferencia es que, Adès, no recurre a amables danzas cortesanas, sino al estruendoso EDM (siglas inglesas para Electronic Dance Music), una música primitiva, agresiva, brutal, vertiginosa, deshumanizadora. El compositor contaba a The Independent el proceso de creación:
«compré algunos temas de música techno y la escuché, silenciosamente, tratando de entender la estructura en lugar de reventarme el celebro. Me di cuenta que en el techno se han de repetir las cosas unas 32 o 64 veces. Así que una noche la intenté orquestar, en mi habitación, repitiendo las mismas figuras una vez y otra, en una partitura inmensa que tenía 30 pentagramas por página. A las tres de la madrugada me fui a la cama y, allí sentado, me di cuenta que mi corazón se había parado. Pensé "Señor, me está dando un ataque al corazón". Llamé al hospital y me enviaron una ambulancia. El corazón se puso otra vez en marcha, gradualmente. La ambulancia me llevó al Royal Free, donde tuve que esperar unas dos horas entre emergencias típicas del sábado noche. Al final me atendió un médico que me dice: "Has hiperventilado". Pensé: "gracias a Dios. No es nada del corazón, es sólo mi cabeza..."»
Imaginemos un ambiente oscuro, lleno de luces de láser, de flashes, de un espeso humo, de cuerpos sin rostro que se mueven como una masa al ritmo de una música repetitiva que se escucha a tal volumen que anula cualquier capacidad de comunicación hablada; pasémoslo a través del filtro de las anfetaminas y tenemos Ecstasio.


Adès dice que el EDM «tiene un efecto sobre grandes multitudes de personas, crea una convulsión en la multitud. Es un éxtasis pero también es amenazador y vertiginoso».

Alex Ross describe Asyla de la siguiente manera:
«El compositor dramatiza su propia lucha para definirse dentro y en contra de la modernidad, buscando “asilos” de uno u otro tipo. Ritmos escindidos y afinaciones microtonales crean al comienzo desorden, pero asoma un tema trasnochado, noblemente expresivo, que suena como el tema de la Passacaglia y fuga en Do menor de Bach. El deliberado carácter “clásico” del primer movimiento da paso a una espaciosa melancolía en el segundo: por la orquestación se deslizan sombras de Wagner y Mahler. En el tercer movimiento, Ecstasio, el protagonista jura abandonar la soledad y se dispone a salir a la ciudad. El título procede de una droga recreativa muy popular en los años noventa y la orquestación reproduce el ruido y el ambiente de un club londinense: grandes pulsos, coros cantando, gritos, silbidos, el zumbido de la multitud, el estremecimiento y el peligro del contacto corporal.
Tras este temible hedonismo llega un finale atenuado, críptico, en el que una secuencia de serpenteantes corales da paso a un sombrío e imperioso acorde de Mi bemol menor. Es como el grito de un borracho en una calle vacía […] con su mente dándole vueltas a epifanías que habrá olvidado por la mañana».

Ecstasio transita por un espacio sórdido. Nos confronta a la deshumanización a la que, muchas veces, nos empuja la colectividad y la modernidad. Sin más dilaciones, Ecstasio:

martes, 28 de enero de 2020

Bill Evans Trio. El arte del diálogo


Me gusta preguntar a los alumnos: ¿cuál pensáis que es el órgano más importante para un músico?. El pianista siempre responde que son «las manos». El clarinetista, siempre habla de «la embocadura» o de «los pulmones». Otro, oboísta o trompista, apunta al famoso «diafragma». Seguramente, cada uno de ellos responde lo que, movido por innumerables horas de estudio, considera que es “mecánicamente esencial” para tocar su instrumento. En parte, tienen razón. A pesar de ello, intento que miren un poco más allá y que se den cuenta de que hay un órgano mucho más importante que todos estos: el oído.

Los más grandes músicos son aquellos que, más allá del dominio técnico, son capaces de asumir el rol preciso en el momento preciso. Son lo que entienden la interpretación musical como un proceso comunicativo no solamente con el público sino, principalmente, entre los propios intérpretes. Los que saben mantenerse en un discreto pero esencial segundo plano, haciendo notar su presencia sin imponerla. Los que dejan de lado el ego en beneficio del hecho musical.

Carlos Kleiber, uno de los más grandes directores de la historia, insistía constantemente en el proceso de escucha atenta. «Dejen entrar primero al de al lado», exigía a los instrumentistas de cuerda en el inicio de la obertura del Freischütz de Weber, consiguiendo un pianissimo mágico. Goethe nos dejó aquella famosa frase en la que decía que un buen cuarteto de cuerda era «una conversación entre cuatro personas inteligentes». Y está claro: para conversar se ha de saber escuchar.

Si hay algún tipo de música en la que este proceso comunicativo entre los intérpretes esté a flor de piel es, sin duda, el jazz. Como decía Bill Evans

El jazz no es un estilo sino, más bien, un proceso de hacer música. Es el proceso de hacer un minuto de música en un minuto de tiempo. Mientras que cuando se compone, un solo minuto de música puede tomar tres meses. Esta es la diferencia fundamental.

Uno de los mejores ejemplo de conversación musical, de escucha atenta, de sinergia absoluta sobre el escenario, lo encontramos en el disco Sunday at the Village Vanguard, un disco que recoge la actuación en directo que el trío formado por el propio Bill Evans (al piano), Scott LaFaro (al contrabajo) y Paul Motian (a la batería) ofrecieron el 25 de junio de 1961 en el mítico club, el Village Vanguard, de Nueva York.

El Village Vanguard

El trío reescribió los papeles clásicos del trío de jazz: el piano ejerciendo el liderazgo absoluto mientras que bajo y batería se limitaban a ser un soporte rítmico-armónico. En el trío de Evans, los tres instrumentos forman parte de una jerarquía entre iguales donde cada uno interviene haciendo las justas aportaciones. Se establece, de este modo, un rico y constante intercambio de ideas.


Scott LaFaro, Bill Evans y Paul Motian, durante un descanso en el Vanguard

El tema que abre el disco, Gloria’s step, es un buen ejemplo para fijarse.



Se trata de un tema escrito por el bajista, Scott LaFaro. El diálogo Evans-LaFaro es excepcional. El bajo no es un simple metrónomo sobre el que el piano despliega sus fuegos de artificio, como se había hecho hasta el momento, sino que se erige como una voz propia, lírica, expresiva. La técnica de LaFaro, absolutamente deslumbrante, se sitúa siempre al servicio de la música: inventa, propone, dialoga. Motian, desde la batería, subraya sutilmente las ideas que plantean sus compañeros y elabora bonitas frases rítmicas. Nadie se interrumpe. Podemos escuchar como se escuchan.

El tema que cierra el disco, Jade Visions, también escrito por LaFaro, es una especie de miniatura impresionista. Escuchamos una armonía rica, enigmática. No escuchamos melodía alguna, solamente una figura repetitiva de dos notas que evoluciona lentamente, como dos piezas de precioso jade que resplandecen bajo la luz.



Tan solo diez días después de este concierto, el 6 de julio, LaFaro –que por aquellos días tenía a penas 25 años– moría en un accidente de tráfico. Bill, que se sentía especialmente unido a su compañero, cayó en una profunda depresión que lo mantuvo apartado de los escenarios prácticamente un año. LaFaro nos deja, a parte de su savoir faire, una poderosa lección: escucha!

Scott LaFaro

lunes, 20 de enero de 2020

George Crumb y Federico García Lorca. La noche de las cuatro lunas

El 16 de julio de 1969, a las 13:32, el cohete Saturno V despegaba desde la plataforma LC39A, situada en el Cabo Cañaveral de Florida. A bordo, tres hombres —Michael Collins, Neil Amstrong y Edwin "Buzz" Aldrin— pretendían, tras aproximadamente 4 días de viaje, aterrizar en la Luna. Era la misión Apolo 11.

A las 2:56 del día 21 de julio, el comandante Neil Amstrong daba los primeros pasos por el sur del Mare Tranquillitatis y pronunciaba aquella histórica frase. Tres días después, el 24, los tres astronautas realizaban un perfecto amerizaje en las aguas del Pacífico, sanos y salvos.
Galileo Galilei: dibujos de la Luna, 1610

Mientras la nación celebraba aquel monumental hito tecnológico, George Crumb, trabajaba incesantemente en una obra musical que pusiese de manifiesto sus sentimientos "ambivalentes" hacia aquella misión. Mientras que la tripulación del Apolo 11 hacía su viaje de ida y vuelta, Crumb se sentaba a la mesa de trabajo. Nacía, así, una obra fascinante: Night of the four moons.


George Crumb

Por un lado, Crumb, como todo el mundo, estaba fascinado por aquellas imágenes que se retransmitían en directo a todo el mundo. Por otro, tal vez pensaba que aterrizar en la Luna significaba romper, por siempre, la pureza de aquel astro. La llegada a la Luna era un paso más en la absurda competición —la célebre carrera espacial– que se había ido gestando a lo largo de la Guerra Fría. A ojos de Crumb, se había planteado la llegada a la Luna como un acto colonizador. La misión Apolo 11 había invertido millones para caminar sobre un astro al cual, desde tiempos inmemoriales, los humanos habíamos mirado con fascinación. No hay poeta que no nos hable de la Luna.

Para componer lo que él consideraba «una respuesta artística a un hecho externo», George Crumb se valió de algunos fragmentos de las poesías de uno de sus poetas de cabecera: Federico García Lorca.


Federico García Lorca


Uno de los símbolos más comunes de la poesía de Lorca es, precisamente, la Luna. Para el poeta, este astro tiene un significado múltiple, ambiguo: simboliza la muerte, pero también el erotismo, la fertilidad o, cómo no, la belleza y la pureza. Crumb envuelve una minuciosa selección de textos de Lorca con un lenguaje musical muy personal e intimista, donde se combinan las técnicas de vanguardia con un sincero lirismo.

El cuarto movimiento de la obra se titula "Huye luna, luna, luna!..." y utiliza parte del texto del "Romance de la Luna, Luna" de Lorca, poema del cual Crumb dijo que era «sorprendentemente profético». Todos los sentimientos contrapuestos que la misión Apolo 11 despertaba en Crumb, parecen estar escenificados en este movimiento.

Lo primero que escuchamos es un diálogo entre un niño y la Luna. La voz del niño parece temerosa, preocupada. Se dirige directamente a la propia Luna, que parece estar en peligro. Le dice:



Huye luna, luna, luna
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Crumb representa este estado de ansiedad y apresuramiento del niño rodeando su voz con una serie de timbres metálicos, agudos, estridentes y temblorosos. Escuchamos un flautín, un cello eléctrico, unos golpes de crótalos y un banjo.




La Luna responde, tranquila:

Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Crumb la viste musicalmente como a una dama serena. En la partitura se indica Quasi danza spagnola. Escuchamos panderetas y castañuelas. Podemos percibir el perfume del folklore, tan importante en la obra de Lorca, danzando por la partitura.


El niño insiste, atemorizado:

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos

Pero ella se muestra serena:

Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.

Tras esta sección donde se pone en escena el diálogo, la acción avanza. Crumb indica drammaticamente; quasi improvisando. La voz, tomando inesperadamente el rol de narradora, nos avisa de la llegada inminente de aquellos sobre los que el niño había advertido a la Luna.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

Cómo canta la zumaya,
¡ay como canta en el árbol!



Se produce, ahora, un momento genial. Uno a uno —el director, la flauta, la voz, el banjo, la percusión—, los músicos abandonan con paso lento el escenario. Sólo dejan al cello que, desde hace un momento ha quedado como petrificado en una larga, tenue y agudísima nota. Empieza de esta forma el poético epílogo que cierra la obra.

Crumb se reserva solamente dos versos para este momento. La imagen es muy evocadora y, también, muy triste:

Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.

Crumb representa este momento contraponiendo dos antiguos conceptos, de los que el filósofo y mártir romano Severino Boecio ya hablaba en el siglo V. Son la Musica mundana y la Musica humana. Crumb los distingue claramente en la partitura:



Fragmento del cuarto movimento: Musica mundana - Musica humana

La Musica mundana es, literalmente, la música de los mundos, de los astros, la célebre música de las esferas. Crumb representa esta idea a través de una línea de cello, aguda, gélida, inexpresiva, larguísima e indiferente. Es una música sin ritmo ni compás, con una concepción temporal dilatada, más allá de la temporalidad de los hombres. El cello, único instrumento que ha quedado en escena, parece ajeno a todo lo que acaba de pasar.

Por otro lado escuchamos la Musica humana, la música de los hombres. Crumb hace tocar y cantar a los músicos, que han salido de escena hace un rato, desde fuera del escenario, entre bambalinas. Escribe una curiosa indicación en la partitura: lije emerging radio signal (como una señal de radio emergente). Escuchamos unos bonitos y cándidos fragmentos de Berceuse (canción de cuna), que nos sorprenden saliendo, en momentos inesperados, de detrás del escenario. Parecen llegados desde muy lejos, como vestigios de una civilización perdida entre los inmensos espacios del universo.



Crumb utiliza esta bonita contraposición para escenificar la desigual confrontación entre el tiempo de los hombres y el del universo. Mientras que las señales humanas son cada vez más suaves, distantes, entrecortadas, y parecen extinguirse sin dejar rastro; la música de las esferas, fríamente neutra, permanece impasible, totalmente ajena a grandilocuencias y a carreras espaciales. Crumb parece representar aquellas imágenes de la Tierra, diminuta e insignificante, en el monstruoso vacío espacial. Contra la nada, helada e implacable, representada por la Musica mundana del cello, Crumb retrata la humanidad como una belleza menuda, cálida y ridícula. Y es que, como ha escrito Rafael Argullol:
En relación al gran silencio del mundo la historia humana es tan solo un ligero ruido de fondo.
Disfrutad:



P.S.1: Una vez terminada su misión, la sonda Voyager 1, des de los confines del sistema solar, giró su cámara —a petición de Carl Sagan— para tomar una fotografía de la Tierra, a más de 6400 millones de kilómetros.

Earth as a pale blue dot. El diminuto punto azul que vemoas a la derecha es nuestra casa, la Tierra.

P.S.2: Un bonito video donde escuchamos algunos fragmentos de Night of the four moons junto a algunas imágenes de la misión Apolo 11.



miércoles, 15 de enero de 2020

Maurice Ravel. Crónica de un conflicto

Maurice Ravel sentía una inmensa fascinación por las épocas pasadas. Una y otra vez, en sus obras, Ravel recurre a formas musicales antiguas, a imágenes de un pasado evocador que sitúa en primer plano en su música. Un buen ejemplo de esta fascinación la hallamos en obras como el Menuet antique o la preciosa Pavana para una infanta difunta.


Maurice Ravel

Una pavana es una danza cortesana, de ritmo pausado y majestuoso que, durante el Renacimiento, gozó de una gran popularidad en Europa. Con la llegada de la Ilustración, esta danza —como tantas otras— cayó en el olvido, siendo sustituida por las cada vez más sofisticadas formas sinfónicas. Ravel, en pleno siglo XX rememora aquel ritmo de danza, tratando de evocar una atmósfera cortesana, palaciega. En otras obras como, por ejemplo, su suite Le tombeau de Couperin, Ravel plantea una música con los perfumes del siglo XVIII, valiéndose de ritmos y formas musicales como la Forlane o el Rigaudon, danzas que en las cortes del Antiguo Régimen habían gozado de gran popularidad y que hacía años que permanecían olvidadas. En el fondo, Ravel, como buen francés, sentía una gran atracción por la danza (nos atrevemos a decir: por las atmósferas suntuosas donde se danza).


Wilhelm Gause: Hofball in Wien

Ravel proyectaba un homenaje musical a uno de los grandes autores de música de baile, Johann Strauss. Desde 1906 luchaba por escribir una especie de apoteosis del vals, una obra orquestal donde se recrearan las sonoridades propias de la Corte Imperial de los Habsburgo. Ravel parece ensayar estas intenciones en sus Valses nobles et sentimentals, una obra de 1911 donde se sumerge en las profundidades del vals, proponiendo una sofisticada y original visión de esta popular danza.


Inicio de los Valses nobles et sentimentals

Pero, aquella Europa suntuosa no era más que un espejismo. Bajo aquella apariencia opulenta y cortesana, las tensiones políticas y la decadencia se abrían paso. Una luminosa mañana de junio de 1914, Gavrilo Princip, un joven revolucionario a quien, por pura casualidad, le cayó el destino del mundo en las manos, se encuentra frente al coche del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio austrohúngaro. Con aquellos repentinos disparos, Princip encendió definitivamente la mecha que haría estallar a Europa por los aires.

Gavrilo Princip

Como una hoja afilada, la Primera Guerra seccionó el corazón de Europa. Las innovaciones técnicas en la maquinaria bélica convirtieron el conflicto en el más mortífero hasta el momento, con más de 16 millones de muertos. Europa se desprendía de su antigua piel. Las certezas se desmoronaban.


Un soldado aliado recibe los primeros auxilios en Varennes-en-Argonne, Francia. Septiembre de 1918

Como a tantos y tantos millones de personas, la salvaje y traumática experiencia de la Gran Guerra cambió a Maurice Ravel. Todas las ilusiones e ideales de la belle èpoque se esfumaron. Aquellas intenciones por recrearse en evocaciones de un pasado suntuoso y opulento de Ravel se transfiguraron y canalizaron en una obra que, precisamente, serviría de crónica del hundimiento de aquel Antiguo Régimen: La Valse.

 En La Valse encontramos a la vieja Europa bailando el vals bajo una luz crepuscular, turbulenta. Poco a poco, esta imagen suntuosa se ennegrece, se vuelve furiosa y disonante y acaba colapsándose para dejar paso a una nueva era, estridente y vertiginosa. Ravel sugiere una imagen poética al inicio de la partitura que nos evoca estas imágenes. Escribe:

Remolinos de nubes dejan entrever, a través de claros, parejas que bailan el vals. Las nubes se disipan poco a poco: distinguimos una sala inmensa con una multitud arremolinada. La escena se aclara progresivamente. La luz de las lámparas de araña estalla en el fortíssimo. Una corte imperial, sobre el 1855.

Escuchamos estos "remolinos de nubes" en el inicio. Los contrabajos, divididos en tres grupos, dibujan un tremolo en el registro más grave del instrumento. El resultado es más bien un ruido, brumoso y profundo sobre el cual, los fagots, también graves, parecen anticipar el gran vals que, dentro de un momento, tendremos frente a nosotros.



Pronto se desvanece la niebla densa y tupida. De repente, descubrimos un magnífico salón de baile, suntuoso y rococó. Las parejas, ostentosamente engalanadas, bailan rodeadas de oro y espejos. Escuchamos un espléndido y lírico vals, en el más puro estilo vienés. La vieja Europa baila frente a nosotros.



Enseguida empezamos a darnos cuenta que alguna cosa no marcha bien. Las líneas melódicas de algunos instrumentos empiezan a desdibujarse. Se vuelven temblorosas, sinuosas, inseguras. El vals, lentamente, se desintegra.

 


Escuchamos algunas intervenciones instrumentales que nos sorprenden dentro de la atmósfera elegante y cortesana por la que, hasta el momento, nos hemos movido. Las trompas, haciendo rápidos trinos, parecen burlarse de los bailarines, de la propia música.



La armonía es cada vez más disonante. El vals parece trastornado, enloquecido. Toda la elegancia cortesana se torna zafiedad, la moderación y la templanza de las parejas se vuelve abuso, desenfreno.



El vals parece atrapado dentro de sí mismo. Escuchamos bucles que no dejan que el discurso musical avance con normalidad. Los instrumentos se interrumpen constantemente los unos a los otros. Los graves (contrabajos, fagots...) parecen querer llevar razón, no dejan que los violines muestren la lírica melodía del vals. En el seno de la orquesta nace el conflicto. La sociedad de cabellos empolvados y ostentosos vestidos se pelea de la forma más tosca.



La situación es insostenible. Se ha perdido toda elegancia. El vals se ha transformado en una auténtica burla. Escuchamos instrumentos (aquí las trompetas, por ejemplo) que, lejos de cumplir su cometido en la orquesta, parecen querer molestar a los demás. Ya no se canta, se chilla. El vals es, ahora, una especie de danza macabra donde la actitud grosera lo impregna todo. La música parece inmersa en un remolino.
 


Nada queda del vals. En algún momento lo escuchamos reducido, incluso, al simple ritmo básico, como si los instrumentos hubiesen desistido de intentar entenderse para tocar todos a la vez. En lugar de una orquesta de baile, parece una charanga. No escuchamos violines ni melodías líricas, sino un acompañamiento un tanto bobo de bombo y platos.
  


Todo está perdido. El último vestigio que quedaba del vals, el ritmo ternario básico —un-dos-tres, un-dos-tres— se ha volteado. Todo está fuera de su lugar. El vals parece completamente arrítmico. De aquella música sólo queda una exagerada caricatura. De aquella Europa, sólo una sombra sin forma, una ridícula burla.


La Valse acaba con la autodestrucción de la orquesta. Las dinámicas, los registros, los gestos instrumentales... todo es insostenible. Escuchamos exagerados golpes en la percusión, soplidos desaforados en los metales, crescendos descompasados... Un final grotescamente apoteósico!

 

Aquel homenaje a la suntuosidad cortesana y a la elegancia del vals que Ravel había proyectado originariamente se transformó en una intensa crónica de la desintegración de Europa. La orquesta deviene una perfecta metáfora del conflicto: el vals, pura elegancia, se ve reducido a una cacofónica masa musical. El entendimiento, el diálogo, la escucha de los mismos músicos de la orquesta, se transforma en una lucha de egos, en una encarnizada batalla por hacer valer, a la fuerza, la propia razón sin atender a la de los demás. Los instrumentos parecen hacer suya la máxima de que "quien más grita, más razón tiene".

Lo más aterrador es que, en muchos aspectos, La Valse parece una crónica de nuestros días. Hagámonoslo mirar...

No nos queda más que escucharla de una sola tirada.




jueves, 9 de enero de 2020

Béla Bartók. La orquesta llora

Como el Dios Janus, el bifronte, el Arte tiene dos caras que miran en sentido opuesto. Mira, por un lado, hacia la parte luminosa y sanadora pero, por otro, actúa como un vehículo que nos puede sumergir en los espacios más oscuros y terroríficos de las profundidades del ser humano.

El Dios Janus, en una moneda romana

La tendencia de los artistas a adentrarse y a explorar estos negros abismos interiores comienza a acentuarse especialmente a partir del siglo XIX y, de forma muy significativa, a lo largo del sanguinario y turbio siglo XX. Personajes de la talla de Sigmund Freud nos hicieron ver que dentro de cada individuo existe todo un submundo íntimo, lleno de impulsos primarios y frustraciones que encubrimos, pero que determina nuestros actos de una forma fundamental, aterradora. El arte transita en muchas ocasiones por estos terrenos pantanosos.

Sigmund Freud

Una obra que explora la parte oculta y velada de las profundidades del ser humano, que hace de las sombras del alma la materia prima del hecho artístico es la ópera El castillo de Barbazul, de Béla Bartók.

Béla Bartók representa un caso único en la historia de la creación musical. Su música, inclasificable dentro de corrientes o escuelas, combina de manera magistral la raíz folklórica (con un tratamiento casi diríamos etnográfico) y las técnicas de vanguardia. Bartók, a su manera, también es un Janus musical: con la mirada fijada en el futuro y, a la vez, en el pasado. En El castillo de Barbazul esta dualidad se observa de manera clara.



Béla Bartók

En palabras de Simon Rattle


 El castillo de Barbazul habita en un extraño lugar donde la música popular, la fábula y las pesadillas se encuentran con la introspección psicológica moderna.


La ópera tiene una fuerte carga simbólica. Los dos únicos personajes que intervienen, Judith y Barbazul, son una pareja recién casada. Ella, joven e ingenua, acompaña a su marido, el truculento Barbazul, al castillo de este. Allí, Judith le pide a su amado las llaves de siete puertas misteriosas que esconden toda suerte de secretos. Barbazul, que en un principio se niega rotundamente, terminará cediendo frente la insistencia de Judith. Una a una, estas puertas se irán abriendo, mostrando todo tipo de imágenes que le desvelaran a Judith las sombras que el alma de Barbazul (y por extension, de la humanidad) esconde.


Tras la primera puerta, una cámara de tortura, representando los tormentos del propio Barbazul. Tras la segunda, un arsenal de armas, símbolo de violencia. Tras la tercera, un gran tesoro empapado de sangre (nada se consigue en este mundo sin hacer daño). La cuarta esconde un frondoso y extraño jardín, regado con sangre. La quinta, un poderoso rayo de luz que se eclipsa con una nube negra y tenebrosa... La música juega un papel fundamental en todo momento.

El que, para mí, es uno de los fragmentos musicales más impresionantes de la música del siglo XX se encuentra en el pasaje en el que Judith abre la sexta y penúltima puerta. Allí, se encuentra frente a un lago de aguas serenas y plateadas. «¿Qué es ese agua misteriosa?», pregunta, cándida, Judith. Barbazul, con una profunda y escalofriante voz de bajo se lo explica: «Lágrimas, Judith, lágrimas, lágrimas».

La música que acompaña este momento es, también, escalofriante. Bartók hace llorar a la orquesta. Dibuja una especie de "gemidos orquestales" con una sutil y curiosa combinación tímbrica. Escuchamos unos escalofriantes glissandi en la flauta,  el clarinete, las arpas y la celesta. El resto de instrumentos que intervienen (cuerdas pp con sordina, trompas, tres flautas más y timbales), trazan un ténue tremolo. Bartók añade también, en una silenciosa dinámica ppp, un instrumento tradicionalmente usado como símbolo fúnebre y macabro: el tam-tam.

Bartók: El castillo de Barbazul, no. 91 de ensayo, sexta puerta

El fragmento es de una gélida belleza. El colorido orquestal que se consigue es magistral. Los lamentos orquestales se alternan con las intervenciones, sempre pianissimo, de Judith que —nuevamente en palabras de Rattle«canta como si quisiese sacar a la luz una melodía muy, muy antigua». En la voz de Judith parecen resonar aquí los cantos magiares que el mismo Bartók recogió por las remotas zonas rurales de la Europa del Este.


Barbazul contesta, imperturbable, con unos diseños repetitivos, entrecortados, una y otra vez, aquello de «Lágrimas, Judith, lágrimas, lágrimas».




Escuchémoslo, pues, con atención:


El castillo de Barbazul es una fascinante reflexión sobre la soledad y sobre el tormento íntimo. Bartók lleva a escena las contradicciones internas que todo el mundo sufrimos (eso sí, desde un punto de vista eminentemente masculino). Por un lado, un hombre que desea ser amado pero que se niega a desvelar los enigmas que lleva en su seno. Por otro lado, Judith, curiosa e insistente que consigue acceder a los rincones más tenebrosos de Barbazul pero, ¿a qué precio?

Tras abrir la sexta puerta, Barbazul se muestra rotundo: «La última puerta debe permanecer cerrada para siempre». Judith, como siempre, insiste. Saber que hay detrás lo dejamos a la curiosidad del lector.