viernes, 30 de octubre de 2020

Igor Stravinski. El «defecto» como identidad.

Bajo el nombre de Igor Stravinski parece esconderse una multitud. A lo largo de su extensa y productiva vida, Igor no dejó de subvertir sus propios rasgos musicales. Con vitalidad incansable, capacidad inventiva torrencial y voluntad de renovarse constantemente y explorar territorios nuevos, Stravinski nos dejó un catálogo musical que recorre estilos del todo diversos y alejados entre sí. Desde sus primeros años —los de los ballets rusos— donde parece entroncar con la portentosa sonoridad orquestal genuinamente eslava del «grupo de los cinco», hasta llegar a sus conmovedoras obras sacras escritas en el más estricto estilo serial, pasando por su etapa neoclásica, en la cual parece movido por una voluntad de recuperar las sonoridades palatinas barrocas y las danzas de raíz renacentista —en obras como su exquisita Pulcinella—, Stravinski picotea diferentes estilos y técnicas, transita ahora por unas corrientes, ahora por otras y nos deja un numeroso y variado legado que incluye obras tan absolutamente inclasificables como el Ragtime, la Circus Polka o el Ebony Concerto que escribió para la banda de jazz que capitaneava Woody Herman.

A pesar del flagrante eclecticismo que practicó a lo largo de su vida, Stravinski fue capaz de gestar una sonoridad personal, una «marca de agua» que torna sus obras inconfundibles, reconocibles al instante, independientemente del estilo en que estén escritas. Su identidad musical es tan marcada que siempre sobresale y se destaca poderosamente.


Esta identidad es compleja y rica, y se fundamenta en una larga serie de fenómenos —una utilización del ritmo muy particular, una concepción armónica totalmente única— pero, en gran medida, esta «marca de agua» que define su música, emana de la manera tan curiosa y personal en que utiliza los instrumentos. Su forma de instrumentar resulta, si se me permite la expresión, totalmente «antiacadémica». Stravinski pone al límite las posibilidades instrumentales y plantea situaciones totalmente inverosímiles para los que, académicamente, son los principios que deben regir una correcta instrumentación.

El ejemplo más célebre es, posiblemente, el inicio de su Consagración de la primavera. Esta obra titánica se inicia con un solo de fagot escrito en el registro más agudo del instrumento, en el extremo de su tesitura.





Este solo, que podría interpretarse con absoluta facilidad en un oboe, supone un verdadero tour de force para cualquier fagotista. Los principios que regían la orquestación en el momento en que Stravinski estrenó su Consagración (1913), siempre priorizaban la instrumentación más lógica, la que facilitara en la medida de lo posible la interpretación de la obra. En el gran tratado de orquestación que imperaba en aquel momento —el Grand traité d'instrumentation et d'orchestration de Hector Berlioz— ya se avisa de que aquel registro extremo en el fagot es dangereux (literalmente «peligroso») y se aconseja evitarlo.



Incluso en tratados más modernos, como el de Samuel Adler, se dice que aquel registro es «débil y, a menudo, constreñido».



Stravinski, que persigue esta sonoridad constreñida, frágil y tensa que anuncia los «augurios de la primavera» y que contiene ya —de forma embrionaria— toda la violencia telúrica que se desplegará a lo largo de la obra, decide escribir esta melodía al fagot, llevándolo hacia el límite de sus posibilidades. La elección es totalmente magistral. Un pasaje que hubiese pasado un tanto desapercibido si hubiese estado orquestado de forma «correcta» se convirtió en un emblema de la modernidad, en una declaración de intenciones a través de este «defecto» de orquestación. Célebre es el episodio acaecido en el Théâtre des Chams-Elysées durante el estreno de la Consagración en el cual aquella música salvaje y primitiva fue objeto de todo tipo de burlas y desprecios. Evidentemente también se escucharía que «Stravinski no sabe instrumentar».

Uno de los centenares de pasajes que merecen ser comentados lo encontramos en su fascinante —y no demasiado conocido— ballet Agon, una obra del 1957. En uno de sus movimientos, la Gailliarde, Stravinski superpone una serie de «defectos» de orquestación que dan como resultado una sonoridad plenamente reconocible y única. El movimiento empieza del siguiente modo:


Hay diversos detalles que merecen ser comentados. En primer lugar, se ha de observar que el movimiento está planteado como una especie de canon entre dos instrumentos solistas. Lo que es sorprendente es la elección de estos dos instrumentos: el arpa y la mandolina, dos instrumentos que habitualmente juegan roles muy distintos pero que, en este caso, se ven elevados a la categoría de solistas. En segundo lugar, sorprende la forma en que Stravinski envuelve este canon. Fijémonos, por ejemplo, en las flautas. Una de ellas, la 3ª, hace una especie de heterofonía con la voz de la mandolina, doblando partes de la melodía, ahora a octava, ahora a unísono. Las dos otra flautas, la 1ª y la 2ª, no hacen más que un acorde de Do mayor pero, sorprendentemente, Stravinski lo escribe utilizando armónicos, es decir, consiguiendo notas agudas en posiciones de notas graves a través de una sobrepresión de aire, hecho que comporta que el timbre sea ligeramente tenue, extraño, descontrolado. La parte más peculiar la encontramos en la forma en que escribe las cuerdas:



Cada instrumento es un solista. Tres cellos y una viola hacen, también, el acorde de Do mayor, pero en un registro grave, un tanto sucio —totalmente desaconsejado por los principios de orquestación tradicional que, en pocas palabras, afirman que las notas en el registro grave deben de separarse entre ellas—. Los contrabajos, sorprendentemente, están situados por encima de este grupo de cuerdas, interpretando en armónicos notas muy agudas para su papel habitual, con un resultado del todo extraño. Parecen violines y recuerdan a aquel fagot que quiso ser oboe. La orquesta está organizada de un modo del todo inusual. Los roles tradicionales de la cuerda están, literalmente, volteados. Evidentemente, un pasaje instrumentado de este modo sería motivo suficiente para suspender a cualquier alumno de orquestación. Stravinski, siempre lúcido, se atreve a plantearlo, con resultados más que óptimos. El movimiento funciona perfectamente, con sus extrañas particularidades tímbricas, marca de la casa. Suena a «niño que instrumenta», a orquesta naíf, a simulada orquesta amateur.


La gran virtud de Stravinski fue saber gestar un sonido propio, desarrollar una voz personal, sin miedo a transgredir los principios académicos en muchos aspectos. Su música no deja de ser un maravilloso cuadro lleno de originalidades y de ideas musicales brillantes. Y es que, en el fondo, Stravinski fue un gran provocador.

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