viernes, 30 de octubre de 2020

Igor Stravinski. El «defecto» como identidad.

Bajo el nombre de Igor Stravinski parece esconderse una multitud. A lo largo de su extensa y productiva vida, Igor no dejó de subvertir sus propios rasgos musicales. Con vitalidad incansable, capacidad inventiva torrencial y voluntad de renovarse constantemente y explorar territorios nuevos, Stravinski nos dejó un catálogo musical que recorre estilos del todo diversos y alejados entre sí. Desde sus primeros años —los de los ballets rusos— donde parece entroncar con la portentosa sonoridad orquestal genuinamente eslava del «grupo de los cinco», hasta llegar a sus conmovedoras obras sacras escritas en el más estricto estilo serial, pasando por su etapa neoclásica, en la cual parece movido por una voluntad de recuperar las sonoridades palatinas barrocas y las danzas de raíz renacentista —en obras como su exquisita Pulcinella—, Stravinski picotea diferentes estilos y técnicas, transita ahora por unas corrientes, ahora por otras y nos deja un numeroso y variado legado que incluye obras tan absolutamente inclasificables como el Ragtime, la Circus Polka o el Ebony Concerto que escribió para la banda de jazz que capitaneava Woody Herman.

A pesar del flagrante eclecticismo que practicó a lo largo de su vida, Stravinski fue capaz de gestar una sonoridad personal, una «marca de agua» que torna sus obras inconfundibles, reconocibles al instante, independientemente del estilo en que estén escritas. Su identidad musical es tan marcada que siempre sobresale y se destaca poderosamente.


Esta identidad es compleja y rica, y se fundamenta en una larga serie de fenómenos —una utilización del ritmo muy particular, una concepción armónica totalmente única— pero, en gran medida, esta «marca de agua» que define su música, emana de la manera tan curiosa y personal en que utiliza los instrumentos. Su forma de instrumentar resulta, si se me permite la expresión, totalmente «antiacadémica». Stravinski pone al límite las posibilidades instrumentales y plantea situaciones totalmente inverosímiles para los que, académicamente, son los principios que deben regir una correcta instrumentación.

El ejemplo más célebre es, posiblemente, el inicio de su Consagración de la primavera. Esta obra titánica se inicia con un solo de fagot escrito en el registro más agudo del instrumento, en el extremo de su tesitura.





Este solo, que podría interpretarse con absoluta facilidad en un oboe, supone un verdadero tour de force para cualquier fagotista. Los principios que regían la orquestación en el momento en que Stravinski estrenó su Consagración (1913), siempre priorizaban la instrumentación más lógica, la que facilitara en la medida de lo posible la interpretación de la obra. En el gran tratado de orquestación que imperaba en aquel momento —el Grand traité d'instrumentation et d'orchestration de Hector Berlioz— ya se avisa de que aquel registro extremo en el fagot es dangereux (literalmente «peligroso») y se aconseja evitarlo.



Incluso en tratados más modernos, como el de Samuel Adler, se dice que aquel registro es «débil y, a menudo, constreñido».



Stravinski, que persigue esta sonoridad constreñida, frágil y tensa que anuncia los «augurios de la primavera» y que contiene ya —de forma embrionaria— toda la violencia telúrica que se desplegará a lo largo de la obra, decide escribir esta melodía al fagot, llevándolo hacia el límite de sus posibilidades. La elección es totalmente magistral. Un pasaje que hubiese pasado un tanto desapercibido si hubiese estado orquestado de forma «correcta» se convirtió en un emblema de la modernidad, en una declaración de intenciones a través de este «defecto» de orquestación. Célebre es el episodio acaecido en el Théâtre des Chams-Elysées durante el estreno de la Consagración en el cual aquella música salvaje y primitiva fue objeto de todo tipo de burlas y desprecios. Evidentemente también se escucharía que «Stravinski no sabe instrumentar».

Uno de los centenares de pasajes que merecen ser comentados lo encontramos en su fascinante —y no demasiado conocido— ballet Agon, una obra del 1957. En uno de sus movimientos, la Gailliarde, Stravinski superpone una serie de «defectos» de orquestación que dan como resultado una sonoridad plenamente reconocible y única. El movimiento empieza del siguiente modo:


Hay diversos detalles que merecen ser comentados. En primer lugar, se ha de observar que el movimiento está planteado como una especie de canon entre dos instrumentos solistas. Lo que es sorprendente es la elección de estos dos instrumentos: el arpa y la mandolina, dos instrumentos que habitualmente juegan roles muy distintos pero que, en este caso, se ven elevados a la categoría de solistas. En segundo lugar, sorprende la forma en que Stravinski envuelve este canon. Fijémonos, por ejemplo, en las flautas. Una de ellas, la 3ª, hace una especie de heterofonía con la voz de la mandolina, doblando partes de la melodía, ahora a octava, ahora a unísono. Las dos otra flautas, la 1ª y la 2ª, no hacen más que un acorde de Do mayor pero, sorprendentemente, Stravinski lo escribe utilizando armónicos, es decir, consiguiendo notas agudas en posiciones de notas graves a través de una sobrepresión de aire, hecho que comporta que el timbre sea ligeramente tenue, extraño, descontrolado. La parte más peculiar la encontramos en la forma en que escribe las cuerdas:



Cada instrumento es un solista. Tres cellos y una viola hacen, también, el acorde de Do mayor, pero en un registro grave, un tanto sucio —totalmente desaconsejado por los principios de orquestación tradicional que, en pocas palabras, afirman que las notas en el registro grave deben de separarse entre ellas—. Los contrabajos, sorprendentemente, están situados por encima de este grupo de cuerdas, interpretando en armónicos notas muy agudas para su papel habitual, con un resultado del todo extraño. Parecen violines y recuerdan a aquel fagot que quiso ser oboe. La orquesta está organizada de un modo del todo inusual. Los roles tradicionales de la cuerda están, literalmente, volteados. Evidentemente, un pasaje instrumentado de este modo sería motivo suficiente para suspender a cualquier alumno de orquestación. Stravinski, siempre lúcido, se atreve a plantearlo, con resultados más que óptimos. El movimiento funciona perfectamente, con sus extrañas particularidades tímbricas, marca de la casa. Suena a «niño que instrumenta», a orquesta naíf, a simulada orquesta amateur.


La gran virtud de Stravinski fue saber gestar un sonido propio, desarrollar una voz personal, sin miedo a transgredir los principios académicos en muchos aspectos. Su música no deja de ser un maravilloso cuadro lleno de originalidades y de ideas musicales brillantes. Y es que, en el fondo, Stravinski fue un gran provocador.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Francis Poulenc. Repetir es innovar

     Más que conocido es aquel aforismo de Heráclito que afirma que «no podemos cruzar dos veces el mismo río, ya que ni el hombre ni el agua serán los mismos». Esta máxima podría hacerse extensible a la música: no podemos escuchar dos veces la misma música, ya que ni el hombre ni la música serán los mismos. Y es que, si algo somos, es cambio constante, evolución perpetua, transformación continua.

        En la música de Francis Poulenc (1899-1963) parece que esta idea está plenamente explorada. Como si fuesen personajes de una novela, que aparecen y desaparecen a lo largo de la trama, o como si, para continuar con la metáfora fluvial, del río Guadiana, que aparece y desaparece, se tratase, algunos temas e ideas musicales recorren la música de Poulenc mostrándose, incluso con máscaras diferentes, en diversas obras y creando una curiosa constelación de relaciones entre ellas. Poulenc parece tener claro que un tema musical puede tener significados distintos según el momento en que se muestre.


    Fijémonos, por ejemplo, en la partitura de su bonito Sexteto, en concreto en en el siguiente fragmento, en el tema que propone el piano:

        Este tema lo reencontraremos, casi de manera literal, en una de las partituras más famosas de Poulenc, el extraordinario Concierto para dos pianos y orquesta que compuso por encargo de Winnaretta Singer, más conocida como la princesa Edmond de Polignac, una de las mujeres más interesantes del París de principios de siglo XX que tantas y tantas obras encargó para su salón musical y que, sin duda, merece una entrada en este blog. Fijémonos en el fragmento:



        La similitud, más que evidente, se aprecia muy bien escuchando los dos fragmentos. Hagámoslo:


        En este caso se trata de dos obras escritas, prácticamente, al mismo tiempo, durante los años 1931-32. Podemos llegar a entender que exista esta sinergia de ideas entre obras nacidas al mismo tiempo, que se dé cierta fecundación entre la una y la otra. Son como dos gemelas nacidas al mismo tiempo y que, inevitablemente, comparten los rasgos de los que el compositor hace gala en aquel momento concreto. Este fenómeno que, como digo, se da a lo largo de la producción de Poulenc, se torna más curioso cuando vemos que un mismo tema reaparece en dos obras distintas con un carácter radicalmente diferente, prácticamente opuesto. Así ocurre con el tema que abre la maravillosa «cavatine» de la Sonata para cello.


        Este tema, de carácter íntimo y delicado, escrito en la luminosa tonalidad de Fa# Mayor, lo encontramos en el Concierto para piano que Poulenc escribió por encargo de la Orquesta Sinfónica de Boston. Lo más sorprendente es que, en esta ocasión, la delicadeza se torna vigor; la intimidad, heroicidad; el pianissimo, fortissimo; lo que antes era un piano será ahora un conjunto de metales muy brillante.


        Escuchemos los dos fragmentos. Primero en su versión ff, la del Concierto para piano, y después la versión pp, de la Sonata para cello.


        Ocurre una cosa similar con un tema que encontramos en la Sonata para dos pianos, del 1953, y también en la Sonata para oboe, del 1963. De nuevo, el tema cambia radicalmente su carácter. Mientras que en la obra para dos pianos es rápido, brillante, afirmativo, virtuoso... en la Sonata para oboe es lento, triste, meditativo, despojado de todo artificio...


        Algunas de estas referencias se producen, incluso, entre tres obras distintas. Es el caso de las tres últimas sonatas escritas por Poulenc: la de flauta, la de clarinete y la de oboe. Poulenc parece querer establecer cierta unidad entre ellas, y recurre a temas que reaparecen, de uno u otro modo, en las tres obras. Pongamos como ejemplo el tema que aparece a partir del número 8 de ensayo en la obra para flauta:



        Y que reencontramos en las dos sonatas posteriores, la de clarinete y la de oboe, con un carácter un tanto misterioso e inquieto:


        Algunos podrán ver en esta recurrencia temática no una intención de explorar distintas facetas de una misma música, o una voluntad de perseguir una unidad estilística y de lenguaje en sus obras, sino todo lo contrario: una falta de imaginación o de creatividad. He de reconocer que me cuesta ser crítico con la música de Poulenc, ya que tengo una especial predilección por este compositor por motivos que ahora no vienen al caso; pero, personalmente, me parece una forma de proceder muy inteligente. Del mismo modo que encontramos ciertos giros lingüísticos en algunos escritores a lo largo de sus obras, o algunas figuras que aparecen constantemente en los cuadros de un mismo pintor, Poulenc distribuye estas ideas musicales como una signatura, un sello personal, una marca de agua, tejiendo una red de interelaciones que, más que tornar monótono su discurso musical, lo enriquecen. Además, se ha de decir que no es el único compositor que se autocita en sus partituras, sino que es una praxis muy habitual en la obra de compositores tan distintos y distantes como Hendel o Mahler.

        Poulenc nos demuestra que la repetición no es un recurso monótono, sino una posibilidad que permite dotar de nuevas dimensiones los temas musicales y desvelar nuevas perspectivas y enfoques de una misma idea. Repetir es innovar. 

martes, 4 de agosto de 2020

Gustav Mahler. La belleza de la vulgaridad

    Si por alguna cosa fue reconocido Gustav Mahler durante su vida, fue por su faceta de director de orquesta. Durante años estuvo al frente de algunas de las más prestigiosas agrupaciones sinfónicas de Europa y América (la Hofoper de Viena, o la Filarmónica de Nueva York), quedando en un segundo plano su vertiente como compositor. La música de este extraordinario creador —y hoy, que se escucha y se quiere tanto a la música de Mahler nos parece chocante— no tuvo un reconocimiento demasiado popular en vida del compositor y, como dice Eugenio Trías, su música «tuvo que pasar por un purgatorio de cincuenta años antes de su idónea comprensión y goce». Hasta bien entrado el siglo XX su música no empezó a ser interpretada de manera habitual, no estuvo integrada en aquello que suele llamarse «gran repertorio».

Gustav Mahler

    Podemos entender esta falta de comunicación con el público desde diversos ángulos pero pienso que la razón más importante es que su música plantea un feroz cuestionamiento a los códigos mentales del orgulloso y presuntuoso público que, a finales del siglo XIX, transitaba por las doradas salas donde se tocaba música sinfónica. Mahler abrió las puertas de los altares de la respetabilidad burguesa —las suntuosas salas de concierto— a un espacio sonoro que, la misma burguesía, consideraba inaceptable en aquel contexto. Por la orquesta de Mahler desfilan ingenuas y destartaladas marchas militares, cancioncillas banales e infantiles, triviales cantilenas de circo, frívolas y sentimentales melodías de salón, rústicos Ländlern en los que resuenan los cencerros de las vacas...
    El estirado público de finales del siglo XIX tenía firmemente enraizada en su mente la seriedad y severidad del sinfonismo de Anton Bruckner o de Johannes Brahms, o las trascendentes y moralizantes músicas de Richard Wagner y, incluir tota este vulgar arsenal kitsch, como proponía Mahler, significaba cuestionar la respetabilidad y la decencia de los propios oyentes, transformar el digno acto de escuchar un concierto en una cosa banal, de mal gusto. Tal vez, tras esta concepción tan amplia de la sinfonía («cada sinfonía debe ser un mundo entero» dijo Mahler), se esconden las razones de la falta de comprensión que sufrió durante su vida.

La Staatsoper de Viena, en 1902

Su primera sinfonía, del 1888, es toda una declaración de intenciones en este sentido. El tercer movimiento se inicia con el famoso canon sobre una variación en modo menor de la canción Frère Jacques, paradigma de las canciones infantiles.


Los timbales marcan el ritmo de marcha —uno, dos, uno, dos— y la cancioncilla aparece y reaparece, superponiéndose a ella misma, creando una inusual mezcla de irónica seriedad, de tristeza fingida, de cortejo fúnebre escenificado por niños que juegan... Sobre este canon que lentamente va creciendo, un oboe hace oír una melodía militar, pero de un militarismo poco creíble, un tanto burlón, juguetón.



 

Más adelante, el movimiento continua con la sorprendente aparición de lo que parece un grupo de música klezmer, la música tradicional de los judíos europeos y que solía usarse para amenizar las bodas y celebraciones de todo tipo. Imaginemos las reacciones que debió causar esta música a las gentes de aquella Viena donde la alargada sombra del antisemitismo iba tomando forma...


Un grupo de música klezmer


Escuchamos el ritmo machacón y rudo del bombo y los platos —pum, chan, pum, chan— sobre el que los clarinetes y violines, instrumentos típicos del klezmer, dibujan las ágiles y despreocupadas melodías, cargadas de glissandi.



En todas las sinfonías de Mahler encontramos ejemplos similares. En su segunda sinfonía, por ejemplo, hay un momento en el último movimiento en el que, mientras suena una lírica y expresiva melodía en los cellos, Mahler hace sonar des de fuera del escenario lo que parece una especie de charanga, una música de celebración. Toda la tensión y dramatismo del momento parece diluirse en una irónica mueca.


O, por ejemplo, en el segundo movimiento de la cuarta sinfonía, donde escuchamos lo que parece un violín desafinado tocado por un vagabundo que trata de ganar alguna moneda para gastarsela en vino. Mahler consigue este efecto a través de lo que los músicos llamamos scordatura, una desafinación voluntaria del instrumento.



Mahler, capaz de escribir los más elevados y trascendentes adagios no renuncia a incluir como parte de su mundo sonoro la música que suena en las calles y en las plazas, en las paradas militares o en las procesiones, en los patios de los colegios o en las cabañas de pastores. Se gesta, aquí, una verdadera destrucción de los géneros musicales. La sinfonía se torna un carrusel tan diverso como la vida misma, recorriendo el amplio abanico que va desde la más absoluta y reflexiva meditación hasta la más vulgar de las cantilenas de taberna.


martes, 18 de febrero de 2020

Ralph Vaughan Williams. En busca de la voz propia

Durante el invierno de 1907, Ralph Vaughan Williams se había instalado en París. Allí recibiría clases cuatro o cinco veces por semana de uno de los más grandes: Maurice Ravel. Ravel, quien no solía admitir alumnos, debió ver alguna cosa en aquel inglés cultísimo y de exquisitos modales que con tanto entusiasmo y autoexigencia se sometía a los duros ejercicios de orquestación y estilo que le proponía, a pesar de que Williams era unos años mayor que él. Ravel dijo de él que era «el único alumno que no escribe mi música».

Ralph Vaughan Williams


Por lo que parece, Vaughan Williams no terminaba de encontrarse satisfecho con su técnica compositiva. En el Royal College of Music había estudiado composición con grandes músicos como Hubert Parry o Charles Villiers Standford, a los que admiraba profundamente, pero con los que no sentía una comunión artística profunda. Estos profesores habían sido calificados por los estudiantes de la época como dry as dust (secos como el polvo) por su método "a la antigua", que seguía la densa y cerebral tradición tardoromántica germánica, representada por músicos como Brahms o Wagner. Vaughan Williams, fascinado por las sonoridades transparentes que llegaban des del otro lado del Canal de la Mancha, sintió la necesidad de expandir su lenguaje, de explorar nuevos caminos.

De su contacto con Ravel quedó alguna cosa más que una sincera amistad, como lo demuestra la extensa correspondencia que mantuvieron después de aquellos meses de duro trabajo. Vaughan Williams se llevó una profunda huella en su sensibilidad musical. La música escrita en aquellos años es mucho más luminosa, evanescente. El contacto con Ravel fue toda una epifanía que lo llevó a ser quien realmente era, a encontrar su propia voz.

Una carta de Maurice Ravel para Ralph Vaughan Williams

Una de las obras más fascinantes escrita en estos años es su ciclo de canciones On Wenlock Edge, para tenor, cuarteto de cuerda y piano, basado en unos poemas de Alfred Edward Housman. La quinta canción del ciclo se llama Bredon Hill. El texto de Housman es el siguiente:

In summertime on Bredon
The bells they sound so clear;
Round both the shires they ring them
In steeples far and near,
A happy noise to hear.

Here of a Sunday morning
My love and I would lie,
And see the coloured counties,
And hear the larks so high
About us in the sky.

The bells would ring to call her
In valleys miles away;
"Come all to church, good people;
Good people come and pray".
But here my love would stay.

And I would turn and answer
Among the springing thyme,
"Oh, peal upon our wedding,
And we will hear the chime,
And come to church in time".

But when the snows at Christmas
On Bredon top were strown,
My love rose up so early
And stole out unbeknown
And went to church alone.

They tolled the one bell only,
Groom there was none to see,
The mourners followed after,
And so to church went she,
And would not wait for me.

The bells they sound on Bredon,
And still the steeples hum,
"Come all to church, good people".
O noisy bells, be dumb;
I hear you, I will come.


La traducción del texto es la siguiente:

En verano, en Bredon
las campanas suenan tan claras;
alrededor de los condados llaman
en campanarios lejanos y cercanos,
un sonido alegre de escuchar.

Aquí, domingo por la mañana
mi amada y yo, tumbados,
miramos los coloridos campos,
y escuchamos las alondras
sobre nosotros en el cielo.

Las campanas suenan llamándola
en valles a millas de distancia:
“Venida a la iglesia, gente de bien;
buena gente, venid y orad”.
Pero mi amada aquí se queda.

Yo me vuelvo y respondo,
entre el primaveral tomillo,
“Oh, repican por nuestra boda,
escucharemos su llamada
y llegaremos a tiempo a la iglesia”.

Pero cuando la nieve en Navidad
cubrió las cumbres de Bredon,
mi amada se levanto tan temprano,
y, saliendo sigilosa,
se fue a la iglesia sola.

Tocaron una única campana,
no había ningún Novio allí,
los dolientes llegaron después,
y así fue como ella fue a la iglesia
sin esperarme a mí.

Las campanas suenan en Bredon,
con un murmullo de campanarios,
“Venid a la iglesia, gente buena”.
Oh, ruidosas campanas, callad;
Os oigo, acudiré.


La canción, impregnada de amor perdido y nostalgia, evoca las verdes tierras de Bredon, cerca de Worcestershire. El protagonista nos narra los momentos felices que, junto a su amada, pasó allí, haciendo planes de boda, con todo el futuro por delante. También nos describe cómo la inesperada pérdida de ella truncó todas estas esperanzas. Ella, llegó sola a la iglesia, tristemente. Una sola campana repicó por ella. Años después, los recuerdos de su amada siguen bien vivos en su corazón. El sonido de las campanas sigue resonando, esta vez, con un matiz fúnebre, triste.

Un paisage, en Bredon

Vaughan Williams escribe una música sublime, desnuda y vaporosa. Las cuerdas dibujan largos y agudos acordes, que evocan las verdes y frescas praderas inglesas. En la lejanía, el sonido de las campanas resuena, en el piano. El inicio de la canción es un ejemplo magistral de economía de recursos. Con unos elementos simples, transparentes, se evoca todo un mundo.

Inicio de Bredon Hill

El otro día me encontré con una de aquellas joyas que, inesperadamente, aparecen en Internet. En el canal de YouTube "OxfordLieder" han colgado una maravillosa animación sobre esta bonita canción. Con sombras chinescas plantean una versión visual de la obra. Me parece una forma perfecta de disfrutar de una música sublime como esta.




La aparente «esencia británica» que encontramos en la música de Williams es fruto de una heterodoxa y original mezcla de factores. Por un lado sus años de aprendizaje severo con los Parry y Stanford de los que heredó, a parte de sus conocimientos y técnicas de herencia germánica, todos los conocimientos de la gran tradición coral británica. Vaughan Williams escribía al respecto:
Parry me dijo una vez: «Escribe música coral como corresponde a un ingles y a un demócrata». Nosotros, los alumnos de Parry, si hemos sido sabios, hemos heredado de él la gran tradición coral inglesa que Tallis transmitió a Byrd, Byrd a Gibbons, Gibbons a Purcell, Purcell a Battishill y Greene, y ellos a su vez a través de los Wesley, a Parry. Nos han cedido la antorcha y es nuestro deber mantenerla encendida.


Por otro lado, la influencia francesa que recibió de Ravel y que quitó densidad y aportó luz a su música. La obra de Vaughan Williams es un buen ejemplo de cómo, para encontrar y formar una voz propia, es necesario escuchar muchas y diversas, siempre con atención y predisposición para aprender; de cómo ser autocrítico y cuestionarse siempre las enseñanzas recibidas con respeto pero de manera incesante, y de cómo, finalmente, las aguas siempre encuentran su camino.


On Wenlock Edge, al completo:


sábado, 8 de febrero de 2020

Johannes Brahms y Friedrich Hölderlin. La canción del destino

Durante el verano de 1868, Johannes Brahms, se encuentra pasando unos días en casa de su gran amigo Albert Dietrich, en Wilhemshaven, una bonita ciudad al norte de Alemania abierta al frío Mar del Norte. Brahms, gran lector desde siempre, admira la biblioteca personal de su colega. Allí descubre el Hyperions Schicksalslied, un fragmento poético extraído de la obra Hyperion del gran poeta alemán Friedrich Hölderlin, un texto que serviría de inspiración a Johannes para una de sus obras más impresionantes, el Schicksalslied. Dietrich dejó escrito cómo Brahms quedó impresionado por aquellos versos mientras contemplaba el mar:
«Cuando, después de un largo paseo y luego de ver todas las cosas interesantes, descansamos tranquilamente junto al mar, de pronto vimos a Brahms a una gran distancia, sentado solo en la playa, escribiendo»

Brahms en 1869

Para entender los versos de Hölderlin y porqué fascinaron tanto a Brahms debemos hablar, brevemente, sobre su Hyperion. En este luminoso libro, Hölderlin erige la figura de un héroe trágico a la manera de los grandes personajes del Romanticismo (recordemos el Werther o el Fausto de Goethe), situando sus turbaciones y luchas interiores en el centro mismo del argumento. Hiperión, el protagonista y alter ego de Hölderlin, nos narra su necesidad de unión con lo que él nombra como «lo Único», que en este caso se trata de la Naturaleza, pero también de la Belleza, en la que confluyen Verdad, Bien y Libertad. Hiperión es un eremita retirado a Grecia que anhela un retorno a la Edad Dorada del hombre (que sitúa en este estado primitivo, panteísta y luminoso de la Grecia arcaica). A lo largo de sus aventuras, conocemos a Diotima, la figura femenina que encarna esta pasión desmedida, el Amor con mayúsculas, uno de los personajes más poderosos de la historia de la literatura y a la que Hiperión dedica palabras tan apasionadas como estas:

«Ya te lo he dicho una vez: ya no necesito ni a los dioses ni a los hombres. Sé que el cielo, despoblado, y la tierra, que antes desbordaba de hermosa vida humana, se ha vuelto casi como un hormiguero. Pero aún hay un lugar donde el antiguo cielo y la tierra antigua me sonríen: en ti olvido a todos los dioses del cielo y a todos los hombres divinos en la tierra»

En uno de los momentos del libro, Hiperión deja escrito este potente Schicksalslied (literalmente «Canción del Destino»), donde dibuja un paralelismo entre la existencia imperturbable y pura de los seres celestiales, y la vida truculenta, voluble y azarosa de los humanos, siempre sometidos a un destino incierto. La contradicción humana y personal es el gran tema del arte romántico.

Friedrich Hölderlin

Los versos del Schicksalslied que Brahms leyó son los siguientes:

Ihr wandelt droben im Licht
Auf weichem Boden, selige Genien!
Gläzende Götterlüfte
Rühren euch leicht,
Wie die Finder der Künstlerin
Heilige Saiten.

Schicksallos, wie der schlafende
Säuglilng, atmen die Himmlischen;
Keusch bewahrt
In bescheidener Knospe,
Blühet ewig
Ihnen der Geist,
Und die seligen Augen
Blicken in stiller
Ewiger Klarheit.

Doch uns ist gegeben,
Auf keiner Stätte zu ruhn,
Es schwinden, es fallen
Die leidenden Menschen
Blindings von einer
Stunde zur andern,
Wie Wasser von Klippe
Zu Klippe geworfen,
Jahr lang ins Ungewisse hinab.


Jesús Munáriz traduce el poema del siguiente modo:

¡Andáis arriba, en la luz,
por blando suelo, genios felices!
Espléndidas brisas divinas
os rozan apenas,
como los dedos de la artista
las cuerdas sagradas.

Carentes de destino, como el niño
dormido, respiran los celestes;
con pudor preservado
en humilde capullo,
florece eternamente
el espíritu de ellos,
y sus ojos felices
contemplan la tranquila
y eterna claridad.

Pero a nosotros no nos es dado
descansar en ninguna parte;
desaparecen, sufren
los hombres, caen
ciegamente de una
hora en otra,
como agua, de roca
en roca arrojada
durante años a la incertidumbre.

Brahms escribe una bella representación musical de este poema, para orquesta sinfónica y coro. Plantea la obra como un tríptico sinfónico, como una especie de cantata en tres movimientos, escritos de manera continua.

El primer movimiento describe musicalmente la parte del fragmento poético en la que se habla de la vida celestial, de la cómoda vida de los que «no tienen destino». Brahms elige la cálida tonalidad de Mib mayor. Una introducción orquestal con valores largos y con las cuerdas con sordina nos ofrece un mundo musical afectuoso y ceremonial. Destaca el uso de los timbales que, con un ritmo constante, aportan solemnidad y seriedad al fragmento.

Inicio del Schicksalslied. En rojo, la parte de timbales.


Es innegable la relación existente entre este fragmento y el inicio del segundo movimiento de su Deutsches Requiem que había estrenado, precisamente, ese mismo año. Encontramos un ritmo similar en los timbales: tresillos de corchea repetidos, un toque rítmico pero suave, piano.

Inicio del segundo movimiento del Deutsches Requiem. En rojo, los timbales.

La segunda parte, mucho más movida, se inicia en la tonalidad de Do menor. En ella se pone música a la parte final del Schicksalslied de Hölderlin, donde se habla de la inquietud y del desasosiego de los hombres, fatalmente ligados a un incierto destino. Es curiosa la elección de la tonalidad de Do menor como símbolo del destino. Beethoven ya la eligió para aquel famoso Ta-ta-ta-taaaaa, que abre su Quinta. Aquellas cuatro notas, tal vez las más famosas de la historia de la música, representan, en palabras del propio Beethoven, «la llamada del destino». Brahms escribe un pasaje feroz. Sobre rápidos arpegios de las cuerdas, los metales repiten acordes acentuados, disonantes. El coro interviene con un poderoso unísono.




Inicialmente, Brahms pensó en acabar la obra con una repetición variada del movimiento inicial (es decir, una forma A-B-A'), aunque la idea no lo convenció, motivo por el cual, el Schicksalslied quedó unos años parado, sin terminar. Parece ser que fue el director de orquesta Hermann Levi quien le sugirió a Brahms terminar la obra con una especie de repropuesta o postludio solamente orquestal del primer movimiento, sin coro. Para esta parte final, sorprendentemente, Brahms no regresa a la tonalidad inicial (Mib mayor) como podría esperarse, sino que, finalmente, escoge la tonalidad más pura, luminosa y absoluta: Do Mayor. Un precioso Adagio que recuerda la música con la que se abría la obra sirve, ahora, como cierre para el Schicksalslied.



Algunos estudiosos de la obra de Brahms han querido entender este postludio como un símbolo de esperanza. Edwin Evans interpreta esta sección final como
«un deseo por parte del compositor de aliviarse de la penumbra de la idea con la que se cierra el texto, como un rayo de luz sobre el todo, que nos deja una impresión de esperanza»
A continuación, el Schicksalslied en la inmejorable versión de John Elliot Gardiner, la Orchestre Révolutionaire et Romantique y el coro Monteverdi.



Johannes Brahms