jueves, 2 de junio de 2022

Añoranza del oído virgen

Os confieso un secreto: a veces pienso que cambiaría un año de vida para recuperar durante un día la virginidad auditiva. Habitualmente, me sorprendo a mi mismo, mientras escucho un disco o veo un concierto, tratando de desentrañar las interioridades de la música que estoy escuchando: buscando la modulación que suena, intentando captar la progresión de acordes, el compás en el que está escrita, la combinación instrumental usada o, simplemente, canturreando las notas de una melodía que ya conozco. En definitiva, me sorprendo analizándola, pasándola por un tamiz intelectual del cual no me puedo deshacer. Debe ser aquello de la "deformación profesional". Es lo mismo que le ocurre al cocinero que va a un restaurante y, con la punta de la cuchara, prueba la salsa buscando especias e ingredientes y se pone a pensar, inevitablemente, en los tiempos de cocción o las elaboraciones que se han utilizado para cocinar aquel plato; o lo que le ocurre al carpintero que visita una casa y no puede evitar poner los ojos, antes que nada, en la robusta mesa del comedor, pasar la mano por encima de la madera lisa y pensar en el proceso de trabajo que hay detrás. También nos ocurre a los músicos. Especialmente si uno es profesor de composición y se pasa los días, como yo, sentado al piano enlazando progresiones de acordes o hurgando por los mecanismos internos de la música como un cirujano que trabaja con vísceras y membranas. El problema principal es que me resulta prácticamente imposible no hacerlo. El placer sensorial, el goce de los propios sonidos al que toda música aspira, pasa por las categorías mentales, se organiza, se desmiembra y se domestica. Lo confieso: me resulta muy difícil escuchar música sin afrontarla desde un punto de vista intelectual. Es la cruz que conlleva el oficio, supongo. El goce estético (de aísthesis, sensación) se empaña en beneficio de un goce mental, intelectual, técnico. Evidentemente esto es solo la cruz. Hay, también, una cara, luminosa y placentera. La que implica el disfrute que proporciona conocer el lenguaje y el código, la que te hace entender las sofisticadas operaciones que toda gran música lleva dentro, la que te permite ir desvelando a medida que se escucha la "receta" de la música y la que, en definitiva, te hace sentir una conexión directa con el creador, con la manufactura y el taller del compositor. A pesar de todo, siempre vuelve el mismo pensamiento: qué gozada sería poder escuchar con orejas profanas...
 

 

viernes, 29 de octubre de 2021

Perotinus Magnus

 El año 1904, Allen Gabor Jr., un latinista —hijo del egregio latinista Allen Gabor sénior— y profesor en la universidad de Cambrige, de origen francés, encontró, buceando en los archivos remotos de la vasta biblioteca del British Museum de Londres, un extraño y antiquísimo manuscrito fechado en el siglo XIII que no aparecía en ningún catálogo. El pergamino en el que estaba escrito estaba muy deteriorado por la humedad, el paso del tiempo y la falta de conservación, por lo que Gabor tuvo serios problemas para descifrarlo. Tras varios meses de arduo trabajo transcribiendo al inglés el documento, entendió que se trataba de una carta firmada por el Magister Perotinus Magnus, un compositor del siglo XIII que había trabajado como músico durante los primeros años de construcción de la catedral de Notre Dame de París. Gabor, profano en temas musicales, se puso en contacto rápidamente con los musicólogos más ilustres de Europa los cuales, desde el primer momento, dudaron de la autenticidad de un documento como éste. Por lo que le explicaron, la figura de Perotinus era una de las más desconocidas de la Baja Edad Media. Su nombre se asociaba con algunos ejemplos de polifonía primitiva gracias a un tratado escrito por un estudiante inglés conocido con el nombre de Anónimo IV, pero nunca se había podido arrojar más luz sobre su identidad. El perfecto latín medieval en el que estaba escrito el documento le sirvió a Allen como argumento para defender su autenticidad frente a aquellos que opinaban que, realmente, no se trataba de un documento tan antiguo, sino que era una falsificación muy posterior. Sus arengas en los círculos académicos, cada vez más encendidas, no hicieron mucho efecto y aquel documento acabó siendo considerado por los expertos como una baratija. Sus colegas de la universidad, con cierta sorna, acabaron por apodar Perotinus al propio Allen a sus espaldas. Otros, los más atrevidos, llegaron a deslizar la idea de que el documento había sido escrito por el propio Allen Gabor Jr, en su afán por alcanzar el prestigio de su padre. Él, por su parte, convencido de la importancia de aquel documento y ajeno a todas las hostilidades, dedicó largos años a investigar la remota figura de Perotinus, del que apenas encontró ningún dato biográfico. No logró nada más de lo que ya había: unas obras atribuídas a él por el Anónimo IV y esta carta, de la que todo el mundo dudaba excepto él. Desmoralizado y entristecido, Garbo acabó por abandonar la investigación en un cajón polvoriento de su despacho de la universidad.

No ha sido hasta ahora, más de un siglo después, que los documentos de Gabor han visto, nuevamente, la luz. El musicólogo sueco Rob Jaengrall, sorprendido por la pasión con que aquel hombre se había sumergido en este documento, ha publicado la transcripción íntegra del texto que, supuestamente, escribió el propio Perotinus. Me veo incapaz de adentrarme en disputas filológicas sobre la veracidad del documento, pero como lector, no puedo resistirme a presentarles, íntegramente, el texto que, con tanto esfuerzo, supuestamente descifró Allen Garbo Jr y que, modestamente, he traducido del inglés. Es tarea de cada cual dudar, o no, de su veracidad. Yo, por mi parte, lo tengo claro.


* * *

El mundo es un lugar hostil. Las obras del Maligno son bien visibles por doquier. Así como la podredumbre que estando presente en una sola manzana del cesto acaba por extenderse a todas las demás si no es apartada, así actúa la venenosa palabra del Maligno. Epidemias y herejías recorren pueblos y ciudades, afectando tanto a los más nobles y ricos señores como a los más miserables vasallos, y no son nada más que la prueba del castigo que merecen por vivir de espaldas a la Palabra. Así como los locos actúan al margen de la decencia y los modales y vagan por los caminos enarbolando sus absurdas muecas, así los pobres de espíritu transitan por el mundo sin atender las más altas órdenes, ignorando que los escarmientos y azotes que padecen en esta vida no son más que simples advertencias, preludios del gran castigo que les espera en una eternidad de sufrimiento y condena en la ardiente Gehenna. Mas, entre tanta inanidad, la Palabra de Dios nos sirve de refugio a los que sabemos escucharla con dócil y obediente sumisión. Es la tarea de los siervos humildes del Señor glosar su majestad, velar con tenacidad para hacer escuchar y cumplir Su divina Palabra y, a esa empresa, he dedicado la totalidad de mis días. Ahora, en el tramo final de mi vida, dicto esta epístola desde la soledad de mi celda tratando de poner por escrito uno de los hechos más importantes de mi vida terrenal, que siempre ha estado basada en la más sincera humildad cristiana y que no ha perseguido otro objetivo que honrar la obra de Dios. Aunque el juicio de los hombres no tiene ningún valor y solamente me someteré al veredicto del Gran Juez, pienso que una vida como la mía, sometida a los dictados de las Escrituras y de la Santa Madre Iglesia, servirá de ejemplo a los que estén dispuestos a conocerla e imitarla.

        Desde mi más tierna infancia, fui educado en un entorno cristiano y severo. Mi familia, que había decidido que mi cometido sería seguir una carrera eclesiástica, me puso, siendo aún muy pequeño, bajo los auspicios de la Santa Madre Iglesia, que me acogió y educó con abnegación. En la santa abadía de San Víctor de París, la que desde entonces he considerado mi casa, crecí rodeado de beatas y doctas almas, que me enseñaron a escuchar y seguir la Palabra de Dios. Allí aprendí a estimar la pobreza y el silencio y dejé de lado toda vanidad, consagrándome por completo a una vida destinada al estudio y a la glorificación de la obra de Dios. En aquellos años, el honorable obispo Maurice de Sully —a quien Dios tenga en Su gloria—, y con el beneplácito del Bendito y Santo Padre el Papa Alejandro III, había mandado iniciar la construcción del glorioso templo consagrado a Nuestra Señora que, con los años, se ha consagrado como uno de los más grandes templos de la cristiandad y al cual peregrinan centenares de almas piadosas cada año.

        Dios me dotó de una voz noble y perlada, hecho que no pasó desapercibido al Magister Leoninus, el canónigo que, en aquellos años, se encargaba de solemnizar las liturgias con complejos y estilizados cantos y que pronto se convirtió en mi maestro y guía en los secretos del arte de los sonidos. De su experta mano aprendí los arcanos de la armonía, que no es más que una prueba más de la infinita majestad de Dios, del canto de la musica mensurabilis, y estudié a fondo los ejemplos más notables que contenía la rica biblioteca, así como los organa que el propio Magister había escrito y que tan gloriosamente embellecían la Liturgia Divina. Algunos de los días más felices de mi vida los he pasado en el scriptorium de la abadía de San Víctor, copiando los largos y ondulados melismas que resonarían durante tantos años en las naves del templo, ávido de conocimientos, bajo la paternal mirada del Magister. Con el tiempo, aprendí suficientemente el oficio de organista y cantor y comencé a escribir algunas clausulæ, que mi maestro consideró dignas de ser cantadas en el nuevo templo. Después de tantos años, todavía se me humedecen los ojos cuando recuerdo la emoción que me produjo escuchar aquellos cantos que, con tanto esfuerzo y humildad, había escrito.

        Siguiendo las indicaciones del Magister, hice algunos viajes a las tierras del oeste para estudiar y copiar algunos manuscritos de remotas abadías y monasterios, de los cuales aprendí algunas maneras e ideas diferentes de las que estaba acostumbrado. Y es que, del mismo modo que brotan por doquier actos ofensivos y pecaminosos, también abundan las obras preñadas de dignidad y beatitud y, es la tarea de un buen cristiano saber discriminar estas últimas, recogiendo las frutas maduras y dulces del inmenso árbol de la vida y dejando de lado las inmaduras o las podridas. Acostumbrado como estaba a una vida humilde y desprendida de comodidades y lujos, las penalidades de los viajes fueron para mí bastante llevaderas. Las largas travesías a lomos de mi flaco rocín con apenas un mendrugo de pan negro en el zurrón, las infectas y sucias posadas minadas de pulgas en las que hacíamos noche, o las intensas nevadas pasadas en casas de pastores que a penas se mantenían en pie no eran para mí más que motivo de alegría. Y es que la verdadera fe nos enseña a descubrir la divina mano de Dios incluso en los momentos más difíciles. Algunos compañeros, menos amantes de la pobreza o de temperamento menos sanguíneo que el mío, no pudieron llegar a los destinos más remotos, víctimas de violentas fiebres o diarreas, o afectados por una súbita melancolía, tuvieron que buscar refugio en ciudades y casas de caridad. Otros, los más débiles, sucumbieron a las penurias del camino y hubieron de recibir cristiana sepultura en tierras lejanas.

        En uno de aquellos viajes, hecho a las gélidas tierras de Picardía, emprendí mi camino de vuelta a París en absoluta soledad, los últimos días de otoño. Había estado trabajando en una abadía cerca de Amiens, pero habiendo cumplido el tiempo de permiso que tenía para regresar a París, inicié mi camino de vuelta de un modo un tanto precipitado, sin más compañía que mi cayado, unas pocas provisiones y algunos manuscritos. Las inhóspitas y nebulosas tierras de aquella región parecían no terminarse nunca. Una capa blanca cubría las enormes llanuras en las gélidas auroras, y la luz del sol, blanquecina y tenue, a penas podía calentar mi cuerpo entumecido por el frío. En una de las jornadas de viaje, estando cerca de Beauvais, tuve una súbita iluminación a la cual debo el éxito y prestigio que, como organista, he tenido a lo largo de los últimos años de mi vida y que me ha hecho ser conocido con el calificativo de «Magnus». Recibí la llave que me permitió cumplir mi tarea como siervo de Dios de una forma repentina. Las iluminaciones se alcanzan por las vías más inesperadas y no nos corresponde a las débiles criaturas humanas juzgar o entender el mecanismo de comunicación divina, sino cumplir sus mandamientos y designios con humildad y presteza.

        Era la hora del crepúsculo y yo había aligerado el paso para llegar a la ciudad de Beauvais antes de que cayese la noche. Ya se divisaban al sur las finas torres de la ciudad cuando, de repente, emergiendo entre la espesa niebla en un inmenso llano, una bandada de negros estorninos se colocó justo frente a mí dibujando sus misteriosas y volubles figuras, con una precisión milagrosa. Parecían una sustancia líquida, un reflejo de luz… Dialogaban sin hablar, actuando como un solo ser, los individuos no existían, solamente una armoniosa y equilibrada colectividad. Me sentí bendecido, subyugado por la visión de aquel milagroso espectáculo que Dios colocaba ante mis ojos y que no era más que una ínfima demostración de un poder sin mesura, de una majestad infinita. Mis ojos se humedecieron con las lágrimas, mis fuerzas me abandonaron por unos instantes. Quedé arrodillado frente a aquella nube cambiante y en mi mente resonó una y otra vez un canto de alabanza a la majestad del Creador. Jubilate Deo omnis terra!

        No sé cuánto rato estuve inmerso en ese estado de éxtasis, pero cuando mi ánimo se serenó, el sol ya se había escondido por completo tras las montañas, y los ruidos de la noche empezaban a tomar forma. En otra ocasión, hubiese sentido miedo de estar allí, en medio de la noche poblada de criaturas, y hubiese empezado a correr en busca de un techo, pero después de aquella experiencia me sentí renacido, convencido como un profeta, valeroso como un caballero. Con paso calmo me dirigí hacia Beauvais. Aquella noche, en la húmeda y polvorienta cámara donde pernocté, comprendí que mi tarea era emular en sonidos aquella manifestación divina de la cual había sido testimonio, reproducir mediante el arte de la música aquella prueba irrefutable de la omnipresencia del Creador.

        Tan pronto como llegué a París y cumplí mis funciones en la liturgia, me puse a escribir aquella música que, desde el encuentro con la bandada divina, había resonado en mi interior como si de un templo se tratase. Una música como esta nunca había sido concebida, ni tan solo sugerida. Las honorables creaciones del Magister Leoninus, a pesar de ser inmensos monumentos a la gloria de Dios, no se podían ni tan solo comparar con la creación que estaba determinado a llevar a cabo. En la música que buscaba, la línea de cada cantor se movería con agilidad y presteza, describiendo volutas y espirales como las que realiza cada estornino. Las diferentes líneas se superpondrían en un movimiento variable y continuo, rozándose mas sin tocarse, acariciándose, ordenándose y reordenándose, mutando constantemente, danzando y dialogando entre ellas, exactamente igual que hacían los estorninos de la bandada. Y, bajo estas líneas móviles, la voz que Dios que todo lo ordena, la Voluntad Divina, la Santidad Suprema.

        Cuando el Magister Leoninus se enteró de mis intenciones me explicó que no era posible realizar una música de aquella dimensión. Nunca se habían añadido tantas vox organalis a una vox principalis. Los tratados afirmaban que no sería posible controlar aquella masa sonora sin caer en sonoridades diabólicas y desordenadas. No existían precedentes ni ejemplos que se pareciesen lo más mínimo a aquella idea. Con la severidad que caracterizaba a mi maestro, me trató con palabras ásperas y, en cierto modo, sensatas, pero por primera vez en mi vida, sentí un impulso que me permitía contradecir a mi querido Magister. La música sonaba tan clara en mi interior que mi tarea era la de simple copista. ¡Yo no creaba esta música, la había compuesto el mismo Dios!

        A lo largo de siete jornadas de intenso y agotador trabajo, fue tomando forma el Sederunt Principes, que tanta fama me dio. Cuando terminé de escribirlo, quedé profundamente liberado, con la sensación de haber cumplido una tarea importante.

        Las paredes del templo de Nuestra Señora parecían bañadas en oro bajo la luz de aquel crepúsculo dorado. Las bonitas voces de los hermanos cantores entonaron la primera nota. Las tres voces superiores emprendieron el vuelo y empezaron a dibujar sus cambios y vueltas, sus espirales y círculos, parecían agua, luz. La vox principalis, la más grave, mantenía firme y eterna su estirada nota, infinita, como una gran voluntad que ordena las demás. Aquella divina bandada me mostró el camino a seguir, me dictó, nota a nota, un canto de alabanza como nunca se había ofrecido. El Sederunt Principes se cantó por vez primera en abril del año 1201, unos días después de la muerte de mi querido Magister Leoninus, que no pudo escucharlo.

 

Magister Perotinus Magnus

ANNO DOMINI MCCXXXI





 

 


viernes, 30 de octubre de 2020

Igor Stravinski. El «defecto» como identidad.

Bajo el nombre de Igor Stravinski parece esconderse una multitud. A lo largo de su extensa y productiva vida, Igor no dejó de subvertir sus propios rasgos musicales. Con vitalidad incansable, capacidad inventiva torrencial y voluntad de renovarse constantemente y explorar territorios nuevos, Stravinski nos dejó un catálogo musical que recorre estilos del todo diversos y alejados entre sí. Desde sus primeros años —los de los ballets rusos— donde parece entroncar con la portentosa sonoridad orquestal genuinamente eslava del «grupo de los cinco», hasta llegar a sus conmovedoras obras sacras escritas en el más estricto estilo serial, pasando por su etapa neoclásica, en la cual parece movido por una voluntad de recuperar las sonoridades palatinas barrocas y las danzas de raíz renacentista —en obras como su exquisita Pulcinella—, Stravinski picotea diferentes estilos y técnicas, transita ahora por unas corrientes, ahora por otras y nos deja un numeroso y variado legado que incluye obras tan absolutamente inclasificables como el Ragtime, la Circus Polka o el Ebony Concerto que escribió para la banda de jazz que capitaneava Woody Herman.

A pesar del flagrante eclecticismo que practicó a lo largo de su vida, Stravinski fue capaz de gestar una sonoridad personal, una «marca de agua» que torna sus obras inconfundibles, reconocibles al instante, independientemente del estilo en que estén escritas. Su identidad musical es tan marcada que siempre sobresale y se destaca poderosamente.


Esta identidad es compleja y rica, y se fundamenta en una larga serie de fenómenos —una utilización del ritmo muy particular, una concepción armónica totalmente única— pero, en gran medida, esta «marca de agua» que define su música, emana de la manera tan curiosa y personal en que utiliza los instrumentos. Su forma de instrumentar resulta, si se me permite la expresión, totalmente «antiacadémica». Stravinski pone al límite las posibilidades instrumentales y plantea situaciones totalmente inverosímiles para los que, académicamente, son los principios que deben regir una correcta instrumentación.

El ejemplo más célebre es, posiblemente, el inicio de su Consagración de la primavera. Esta obra titánica se inicia con un solo de fagot escrito en el registro más agudo del instrumento, en el extremo de su tesitura.





Este solo, que podría interpretarse con absoluta facilidad en un oboe, supone un verdadero tour de force para cualquier fagotista. Los principios que regían la orquestación en el momento en que Stravinski estrenó su Consagración (1913), siempre priorizaban la instrumentación más lógica, la que facilitara en la medida de lo posible la interpretación de la obra. En el gran tratado de orquestación que imperaba en aquel momento —el Grand traité d'instrumentation et d'orchestration de Hector Berlioz— ya se avisa de que aquel registro extremo en el fagot es dangereux (literalmente «peligroso») y se aconseja evitarlo.



Incluso en tratados más modernos, como el de Samuel Adler, se dice que aquel registro es «débil y, a menudo, constreñido».



Stravinski, que persigue esta sonoridad constreñida, frágil y tensa que anuncia los «augurios de la primavera» y que contiene ya —de forma embrionaria— toda la violencia telúrica que se desplegará a lo largo de la obra, decide escribir esta melodía al fagot, llevándolo hacia el límite de sus posibilidades. La elección es totalmente magistral. Un pasaje que hubiese pasado un tanto desapercibido si hubiese estado orquestado de forma «correcta» se convirtió en un emblema de la modernidad, en una declaración de intenciones a través de este «defecto» de orquestación. Célebre es el episodio acaecido en el Théâtre des Chams-Elysées durante el estreno de la Consagración en el cual aquella música salvaje y primitiva fue objeto de todo tipo de burlas y desprecios. Evidentemente también se escucharía que «Stravinski no sabe instrumentar».

Uno de los centenares de pasajes que merecen ser comentados lo encontramos en su fascinante —y no demasiado conocido— ballet Agon, una obra del 1957. En uno de sus movimientos, la Gailliarde, Stravinski superpone una serie de «defectos» de orquestación que dan como resultado una sonoridad plenamente reconocible y única. El movimiento empieza del siguiente modo:


Hay diversos detalles que merecen ser comentados. En primer lugar, se ha de observar que el movimiento está planteado como una especie de canon entre dos instrumentos solistas. Lo que es sorprendente es la elección de estos dos instrumentos: el arpa y la mandolina, dos instrumentos que habitualmente juegan roles muy distintos pero que, en este caso, se ven elevados a la categoría de solistas. En segundo lugar, sorprende la forma en que Stravinski envuelve este canon. Fijémonos, por ejemplo, en las flautas. Una de ellas, la 3ª, hace una especie de heterofonía con la voz de la mandolina, doblando partes de la melodía, ahora a octava, ahora a unísono. Las dos otra flautas, la 1ª y la 2ª, no hacen más que un acorde de Do mayor pero, sorprendentemente, Stravinski lo escribe utilizando armónicos, es decir, consiguiendo notas agudas en posiciones de notas graves a través de una sobrepresión de aire, hecho que comporta que el timbre sea ligeramente tenue, extraño, descontrolado. La parte más peculiar la encontramos en la forma en que escribe las cuerdas:



Cada instrumento es un solista. Tres cellos y una viola hacen, también, el acorde de Do mayor, pero en un registro grave, un tanto sucio —totalmente desaconsejado por los principios de orquestación tradicional que, en pocas palabras, afirman que las notas en el registro grave deben de separarse entre ellas—. Los contrabajos, sorprendentemente, están situados por encima de este grupo de cuerdas, interpretando en armónicos notas muy agudas para su papel habitual, con un resultado del todo extraño. Parecen violines y recuerdan a aquel fagot que quiso ser oboe. La orquesta está organizada de un modo del todo inusual. Los roles tradicionales de la cuerda están, literalmente, volteados. Evidentemente, un pasaje instrumentado de este modo sería motivo suficiente para suspender a cualquier alumno de orquestación. Stravinski, siempre lúcido, se atreve a plantearlo, con resultados más que óptimos. El movimiento funciona perfectamente, con sus extrañas particularidades tímbricas, marca de la casa. Suena a «niño que instrumenta», a orquesta naíf, a simulada orquesta amateur.


La gran virtud de Stravinski fue saber gestar un sonido propio, desarrollar una voz personal, sin miedo a transgredir los principios académicos en muchos aspectos. Su música no deja de ser un maravilloso cuadro lleno de originalidades y de ideas musicales brillantes. Y es que, en el fondo, Stravinski fue un gran provocador.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Francis Poulenc. Repetir es innovar

     Más que conocido es aquel aforismo de Heráclito que afirma que «no podemos cruzar dos veces el mismo río, ya que ni el hombre ni el agua serán los mismos». Esta máxima podría hacerse extensible a la música: no podemos escuchar dos veces la misma música, ya que ni el hombre ni la música serán los mismos. Y es que, si algo somos, es cambio constante, evolución perpetua, transformación continua.

        En la música de Francis Poulenc (1899-1963) parece que esta idea está plenamente explorada. Como si fuesen personajes de una novela, que aparecen y desaparecen a lo largo de la trama, o como si, para continuar con la metáfora fluvial, del río Guadiana, que aparece y desaparece, se tratase, algunos temas e ideas musicales recorren la música de Poulenc mostrándose, incluso con máscaras diferentes, en diversas obras y creando una curiosa constelación de relaciones entre ellas. Poulenc parece tener claro que un tema musical puede tener significados distintos según el momento en que se muestre.


    Fijémonos, por ejemplo, en la partitura de su bonito Sexteto, en concreto en en el siguiente fragmento, en el tema que propone el piano:

        Este tema lo reencontraremos, casi de manera literal, en una de las partituras más famosas de Poulenc, el extraordinario Concierto para dos pianos y orquesta que compuso por encargo de Winnaretta Singer, más conocida como la princesa Edmond de Polignac, una de las mujeres más interesantes del París de principios de siglo XX que tantas y tantas obras encargó para su salón musical y que, sin duda, merece una entrada en este blog. Fijémonos en el fragmento:



        La similitud, más que evidente, se aprecia muy bien escuchando los dos fragmentos. Hagámoslo:


        En este caso se trata de dos obras escritas, prácticamente, al mismo tiempo, durante los años 1931-32. Podemos llegar a entender que exista esta sinergia de ideas entre obras nacidas al mismo tiempo, que se dé cierta fecundación entre la una y la otra. Son como dos gemelas nacidas al mismo tiempo y que, inevitablemente, comparten los rasgos de los que el compositor hace gala en aquel momento concreto. Este fenómeno que, como digo, se da a lo largo de la producción de Poulenc, se torna más curioso cuando vemos que un mismo tema reaparece en dos obras distintas con un carácter radicalmente diferente, prácticamente opuesto. Así ocurre con el tema que abre la maravillosa «cavatine» de la Sonata para cello.


        Este tema, de carácter íntimo y delicado, escrito en la luminosa tonalidad de Fa# Mayor, lo encontramos en el Concierto para piano que Poulenc escribió por encargo de la Orquesta Sinfónica de Boston. Lo más sorprendente es que, en esta ocasión, la delicadeza se torna vigor; la intimidad, heroicidad; el pianissimo, fortissimo; lo que antes era un piano será ahora un conjunto de metales muy brillante.


        Escuchemos los dos fragmentos. Primero en su versión ff, la del Concierto para piano, y después la versión pp, de la Sonata para cello.


        Ocurre una cosa similar con un tema que encontramos en la Sonata para dos pianos, del 1953, y también en la Sonata para oboe, del 1963. De nuevo, el tema cambia radicalmente su carácter. Mientras que en la obra para dos pianos es rápido, brillante, afirmativo, virtuoso... en la Sonata para oboe es lento, triste, meditativo, despojado de todo artificio...


        Algunas de estas referencias se producen, incluso, entre tres obras distintas. Es el caso de las tres últimas sonatas escritas por Poulenc: la de flauta, la de clarinete y la de oboe. Poulenc parece querer establecer cierta unidad entre ellas, y recurre a temas que reaparecen, de uno u otro modo, en las tres obras. Pongamos como ejemplo el tema que aparece a partir del número 8 de ensayo en la obra para flauta:



        Y que reencontramos en las dos sonatas posteriores, la de clarinete y la de oboe, con un carácter un tanto misterioso e inquieto:


        Algunos podrán ver en esta recurrencia temática no una intención de explorar distintas facetas de una misma música, o una voluntad de perseguir una unidad estilística y de lenguaje en sus obras, sino todo lo contrario: una falta de imaginación o de creatividad. He de reconocer que me cuesta ser crítico con la música de Poulenc, ya que tengo una especial predilección por este compositor por motivos que ahora no vienen al caso; pero, personalmente, me parece una forma de proceder muy inteligente. Del mismo modo que encontramos ciertos giros lingüísticos en algunos escritores a lo largo de sus obras, o algunas figuras que aparecen constantemente en los cuadros de un mismo pintor, Poulenc distribuye estas ideas musicales como una signatura, un sello personal, una marca de agua, tejiendo una red de interelaciones que, más que tornar monótono su discurso musical, lo enriquecen. Además, se ha de decir que no es el único compositor que se autocita en sus partituras, sino que es una praxis muy habitual en la obra de compositores tan distintos y distantes como Hendel o Mahler.

        Poulenc nos demuestra que la repetición no es un recurso monótono, sino una posibilidad que permite dotar de nuevas dimensiones los temas musicales y desvelar nuevas perspectivas y enfoques de una misma idea. Repetir es innovar. 

martes, 4 de agosto de 2020

Gustav Mahler. La belleza de la vulgaridad

    Si por alguna cosa fue reconocido Gustav Mahler durante su vida, fue por su faceta de director de orquesta. Durante años estuvo al frente de algunas de las más prestigiosas agrupaciones sinfónicas de Europa y América (la Hofoper de Viena, o la Filarmónica de Nueva York), quedando en un segundo plano su vertiente como compositor. La música de este extraordinario creador —y hoy, que se escucha y se quiere tanto a la música de Mahler nos parece chocante— no tuvo un reconocimiento demasiado popular en vida del compositor y, como dice Eugenio Trías, su música «tuvo que pasar por un purgatorio de cincuenta años antes de su idónea comprensión y goce». Hasta bien entrado el siglo XX su música no empezó a ser interpretada de manera habitual, no estuvo integrada en aquello que suele llamarse «gran repertorio».

Gustav Mahler

    Podemos entender esta falta de comunicación con el público desde diversos ángulos pero pienso que la razón más importante es que su música plantea un feroz cuestionamiento a los códigos mentales del orgulloso y presuntuoso público que, a finales del siglo XIX, transitaba por las doradas salas donde se tocaba música sinfónica. Mahler abrió las puertas de los altares de la respetabilidad burguesa —las suntuosas salas de concierto— a un espacio sonoro que, la misma burguesía, consideraba inaceptable en aquel contexto. Por la orquesta de Mahler desfilan ingenuas y destartaladas marchas militares, cancioncillas banales e infantiles, triviales cantilenas de circo, frívolas y sentimentales melodías de salón, rústicos Ländlern en los que resuenan los cencerros de las vacas...
    El estirado público de finales del siglo XIX tenía firmemente enraizada en su mente la seriedad y severidad del sinfonismo de Anton Bruckner o de Johannes Brahms, o las trascendentes y moralizantes músicas de Richard Wagner y, incluir tota este vulgar arsenal kitsch, como proponía Mahler, significaba cuestionar la respetabilidad y la decencia de los propios oyentes, transformar el digno acto de escuchar un concierto en una cosa banal, de mal gusto. Tal vez, tras esta concepción tan amplia de la sinfonía («cada sinfonía debe ser un mundo entero» dijo Mahler), se esconden las razones de la falta de comprensión que sufrió durante su vida.

La Staatsoper de Viena, en 1902

Su primera sinfonía, del 1888, es toda una declaración de intenciones en este sentido. El tercer movimiento se inicia con el famoso canon sobre una variación en modo menor de la canción Frère Jacques, paradigma de las canciones infantiles.


Los timbales marcan el ritmo de marcha —uno, dos, uno, dos— y la cancioncilla aparece y reaparece, superponiéndose a ella misma, creando una inusual mezcla de irónica seriedad, de tristeza fingida, de cortejo fúnebre escenificado por niños que juegan... Sobre este canon que lentamente va creciendo, un oboe hace oír una melodía militar, pero de un militarismo poco creíble, un tanto burlón, juguetón.



 

Más adelante, el movimiento continua con la sorprendente aparición de lo que parece un grupo de música klezmer, la música tradicional de los judíos europeos y que solía usarse para amenizar las bodas y celebraciones de todo tipo. Imaginemos las reacciones que debió causar esta música a las gentes de aquella Viena donde la alargada sombra del antisemitismo iba tomando forma...


Un grupo de música klezmer


Escuchamos el ritmo machacón y rudo del bombo y los platos —pum, chan, pum, chan— sobre el que los clarinetes y violines, instrumentos típicos del klezmer, dibujan las ágiles y despreocupadas melodías, cargadas de glissandi.



En todas las sinfonías de Mahler encontramos ejemplos similares. En su segunda sinfonía, por ejemplo, hay un momento en el último movimiento en el que, mientras suena una lírica y expresiva melodía en los cellos, Mahler hace sonar des de fuera del escenario lo que parece una especie de charanga, una música de celebración. Toda la tensión y dramatismo del momento parece diluirse en una irónica mueca.


O, por ejemplo, en el segundo movimiento de la cuarta sinfonía, donde escuchamos lo que parece un violín desafinado tocado por un vagabundo que trata de ganar alguna moneda para gastarsela en vino. Mahler consigue este efecto a través de lo que los músicos llamamos scordatura, una desafinación voluntaria del instrumento.



Mahler, capaz de escribir los más elevados y trascendentes adagios no renuncia a incluir como parte de su mundo sonoro la música que suena en las calles y en las plazas, en las paradas militares o en las procesiones, en los patios de los colegios o en las cabañas de pastores. Se gesta, aquí, una verdadera destrucción de los géneros musicales. La sinfonía se torna un carrusel tan diverso como la vida misma, recorriendo el amplio abanico que va desde la más absoluta y reflexiva meditación hasta la más vulgar de las cantilenas de taberna.


martes, 18 de febrero de 2020

Ralph Vaughan Williams. En busca de la voz propia

Durante el invierno de 1907, Ralph Vaughan Williams se había instalado en París. Allí recibiría clases cuatro o cinco veces por semana de uno de los más grandes: Maurice Ravel. Ravel, quien no solía admitir alumnos, debió ver alguna cosa en aquel inglés cultísimo y de exquisitos modales que con tanto entusiasmo y autoexigencia se sometía a los duros ejercicios de orquestación y estilo que le proponía, a pesar de que Williams era unos años mayor que él. Ravel dijo de él que era «el único alumno que no escribe mi música».

Ralph Vaughan Williams


Por lo que parece, Vaughan Williams no terminaba de encontrarse satisfecho con su técnica compositiva. En el Royal College of Music había estudiado composición con grandes músicos como Hubert Parry o Charles Villiers Standford, a los que admiraba profundamente, pero con los que no sentía una comunión artística profunda. Estos profesores habían sido calificados por los estudiantes de la época como dry as dust (secos como el polvo) por su método "a la antigua", que seguía la densa y cerebral tradición tardoromántica germánica, representada por músicos como Brahms o Wagner. Vaughan Williams, fascinado por las sonoridades transparentes que llegaban des del otro lado del Canal de la Mancha, sintió la necesidad de expandir su lenguaje, de explorar nuevos caminos.

De su contacto con Ravel quedó alguna cosa más que una sincera amistad, como lo demuestra la extensa correspondencia que mantuvieron después de aquellos meses de duro trabajo. Vaughan Williams se llevó una profunda huella en su sensibilidad musical. La música escrita en aquellos años es mucho más luminosa, evanescente. El contacto con Ravel fue toda una epifanía que lo llevó a ser quien realmente era, a encontrar su propia voz.

Una carta de Maurice Ravel para Ralph Vaughan Williams

Una de las obras más fascinantes escrita en estos años es su ciclo de canciones On Wenlock Edge, para tenor, cuarteto de cuerda y piano, basado en unos poemas de Alfred Edward Housman. La quinta canción del ciclo se llama Bredon Hill. El texto de Housman es el siguiente:

In summertime on Bredon
The bells they sound so clear;
Round both the shires they ring them
In steeples far and near,
A happy noise to hear.

Here of a Sunday morning
My love and I would lie,
And see the coloured counties,
And hear the larks so high
About us in the sky.

The bells would ring to call her
In valleys miles away;
"Come all to church, good people;
Good people come and pray".
But here my love would stay.

And I would turn and answer
Among the springing thyme,
"Oh, peal upon our wedding,
And we will hear the chime,
And come to church in time".

But when the snows at Christmas
On Bredon top were strown,
My love rose up so early
And stole out unbeknown
And went to church alone.

They tolled the one bell only,
Groom there was none to see,
The mourners followed after,
And so to church went she,
And would not wait for me.

The bells they sound on Bredon,
And still the steeples hum,
"Come all to church, good people".
O noisy bells, be dumb;
I hear you, I will come.


La traducción del texto es la siguiente:

En verano, en Bredon
las campanas suenan tan claras;
alrededor de los condados llaman
en campanarios lejanos y cercanos,
un sonido alegre de escuchar.

Aquí, domingo por la mañana
mi amada y yo, tumbados,
miramos los coloridos campos,
y escuchamos las alondras
sobre nosotros en el cielo.

Las campanas suenan llamándola
en valles a millas de distancia:
“Venida a la iglesia, gente de bien;
buena gente, venid y orad”.
Pero mi amada aquí se queda.

Yo me vuelvo y respondo,
entre el primaveral tomillo,
“Oh, repican por nuestra boda,
escucharemos su llamada
y llegaremos a tiempo a la iglesia”.

Pero cuando la nieve en Navidad
cubrió las cumbres de Bredon,
mi amada se levanto tan temprano,
y, saliendo sigilosa,
se fue a la iglesia sola.

Tocaron una única campana,
no había ningún Novio allí,
los dolientes llegaron después,
y así fue como ella fue a la iglesia
sin esperarme a mí.

Las campanas suenan en Bredon,
con un murmullo de campanarios,
“Venid a la iglesia, gente buena”.
Oh, ruidosas campanas, callad;
Os oigo, acudiré.


La canción, impregnada de amor perdido y nostalgia, evoca las verdes tierras de Bredon, cerca de Worcestershire. El protagonista nos narra los momentos felices que, junto a su amada, pasó allí, haciendo planes de boda, con todo el futuro por delante. También nos describe cómo la inesperada pérdida de ella truncó todas estas esperanzas. Ella, llegó sola a la iglesia, tristemente. Una sola campana repicó por ella. Años después, los recuerdos de su amada siguen bien vivos en su corazón. El sonido de las campanas sigue resonando, esta vez, con un matiz fúnebre, triste.

Un paisage, en Bredon

Vaughan Williams escribe una música sublime, desnuda y vaporosa. Las cuerdas dibujan largos y agudos acordes, que evocan las verdes y frescas praderas inglesas. En la lejanía, el sonido de las campanas resuena, en el piano. El inicio de la canción es un ejemplo magistral de economía de recursos. Con unos elementos simples, transparentes, se evoca todo un mundo.

Inicio de Bredon Hill

El otro día me encontré con una de aquellas joyas que, inesperadamente, aparecen en Internet. En el canal de YouTube "OxfordLieder" han colgado una maravillosa animación sobre esta bonita canción. Con sombras chinescas plantean una versión visual de la obra. Me parece una forma perfecta de disfrutar de una música sublime como esta.




La aparente «esencia británica» que encontramos en la música de Williams es fruto de una heterodoxa y original mezcla de factores. Por un lado sus años de aprendizaje severo con los Parry y Stanford de los que heredó, a parte de sus conocimientos y técnicas de herencia germánica, todos los conocimientos de la gran tradición coral británica. Vaughan Williams escribía al respecto:
Parry me dijo una vez: «Escribe música coral como corresponde a un ingles y a un demócrata». Nosotros, los alumnos de Parry, si hemos sido sabios, hemos heredado de él la gran tradición coral inglesa que Tallis transmitió a Byrd, Byrd a Gibbons, Gibbons a Purcell, Purcell a Battishill y Greene, y ellos a su vez a través de los Wesley, a Parry. Nos han cedido la antorcha y es nuestro deber mantenerla encendida.


Por otro lado, la influencia francesa que recibió de Ravel y que quitó densidad y aportó luz a su música. La obra de Vaughan Williams es un buen ejemplo de cómo, para encontrar y formar una voz propia, es necesario escuchar muchas y diversas, siempre con atención y predisposición para aprender; de cómo ser autocrítico y cuestionarse siempre las enseñanzas recibidas con respeto pero de manera incesante, y de cómo, finalmente, las aguas siempre encuentran su camino.


On Wenlock Edge, al completo: