jueves, 2 de junio de 2022

Añoranza del oído virgen

Os confieso un secreto: a veces pienso que cambiaría un año de vida para recuperar durante un día la virginidad auditiva. Habitualmente, me sorprendo a mi mismo, mientras escucho un disco o veo un concierto, tratando de desentrañar las interioridades de la música que estoy escuchando: buscando la modulación que suena, intentando captar la progresión de acordes, el compás en el que está escrita, la combinación instrumental usada o, simplemente, canturreando las notas de una melodía que ya conozco. En definitiva, me sorprendo analizándola, pasándola por un tamiz intelectual del cual no me puedo deshacer. Debe ser aquello de la "deformación profesional". Es lo mismo que le ocurre al cocinero que va a un restaurante y, con la punta de la cuchara, prueba la salsa buscando especias e ingredientes y se pone a pensar, inevitablemente, en los tiempos de cocción o las elaboraciones que se han utilizado para cocinar aquel plato; o lo que le ocurre al carpintero que visita una casa y no puede evitar poner los ojos, antes que nada, en la robusta mesa del comedor, pasar la mano por encima de la madera lisa y pensar en el proceso de trabajo que hay detrás. También nos ocurre a los músicos. Especialmente si uno es profesor de composición y se pasa los días, como yo, sentado al piano enlazando progresiones de acordes o hurgando por los mecanismos internos de la música como un cirujano que trabaja con vísceras y membranas. El problema principal es que me resulta prácticamente imposible no hacerlo. El placer sensorial, el goce de los propios sonidos al que toda música aspira, pasa por las categorías mentales, se organiza, se desmiembra y se domestica. Lo confieso: me resulta muy difícil escuchar música sin afrontarla desde un punto de vista intelectual. Es la cruz que conlleva el oficio, supongo. El goce estético (de aísthesis, sensación) se empaña en beneficio de un goce mental, intelectual, técnico. Evidentemente esto es solo la cruz. Hay, también, una cara, luminosa y placentera. La que implica el disfrute que proporciona conocer el lenguaje y el código, la que te hace entender las sofisticadas operaciones que toda gran música lleva dentro, la que te permite ir desvelando a medida que se escucha la "receta" de la música y la que, en definitiva, te hace sentir una conexión directa con el creador, con la manufactura y el taller del compositor. A pesar de todo, siempre vuelve el mismo pensamiento: qué gozada sería poder escuchar con orejas profanas...