El año 1904, Allen Gabor Jr., un latinista —hijo del egregio latinista Allen Gabor sénior— y profesor en la universidad de Cambrige, de origen francés, encontró, buceando en los archivos remotos de la vasta biblioteca del British Museum de Londres, un extraño y antiquísimo manuscrito fechado en el siglo XIII que no aparecía en ningún catálogo. El pergamino en el que estaba escrito estaba muy deteriorado por la humedad, el paso del tiempo y la falta de conservación, por lo que Gabor tuvo serios problemas para descifrarlo. Tras varios meses de arduo trabajo transcribiendo al inglés el documento, entendió que se trataba de una carta firmada por el Magister Perotinus Magnus, un compositor del siglo XIII que había trabajado como músico durante los primeros años de construcción de la catedral de Notre Dame de París. Gabor, profano en temas musicales, se puso en contacto rápidamente con los musicólogos más ilustres de Europa los cuales, desde el primer momento, dudaron de la autenticidad de un documento como éste. Por lo que le explicaron, la figura de Perotinus era una de las más desconocidas de la Baja Edad Media. Su nombre se asociaba con algunos ejemplos de polifonía primitiva gracias a un tratado escrito por un estudiante inglés conocido con el nombre de Anónimo IV, pero nunca se había podido arrojar más luz sobre su identidad. El perfecto latín medieval en el que estaba escrito el documento le sirvió a Allen como argumento para defender su autenticidad frente a aquellos que opinaban que, realmente, no se trataba de un documento tan antiguo, sino que era una falsificación muy posterior. Sus arengas en los círculos académicos, cada vez más encendidas, no hicieron mucho efecto y aquel documento acabó siendo considerado por los expertos como una baratija. Sus colegas de la universidad, con cierta sorna, acabaron por apodar Perotinus al propio Allen a sus espaldas. Otros, los más atrevidos, llegaron a deslizar la idea de que el documento había sido escrito por el propio Allen Gabor Jr, en su afán por alcanzar el prestigio de su padre. Él, por su parte, convencido de la importancia de aquel documento y ajeno a todas las hostilidades, dedicó largos años a investigar la remota figura de Perotinus, del que apenas encontró ningún dato biográfico. No logró nada más de lo que ya había: unas obras atribuídas a él por el Anónimo IV y esta carta, de la que todo el mundo dudaba excepto él. Desmoralizado y entristecido, Garbo acabó por abandonar la investigación en un cajón polvoriento de su despacho de la universidad.
No ha sido hasta ahora, más de un siglo después, que los documentos de Gabor han visto, nuevamente, la luz. El musicólogo sueco Rob Jaengrall, sorprendido por la pasión con que aquel hombre se había sumergido en este documento, ha publicado la transcripción íntegra del texto que, supuestamente, escribió el propio Perotinus. Me veo incapaz de adentrarme en disputas filológicas sobre la veracidad del documento, pero como lector, no puedo resistirme a presentarles, íntegramente, el texto que, con tanto esfuerzo, supuestamente descifró Allen Garbo Jr y que, modestamente, he traducido del inglés. Es tarea de cada cual dudar, o no, de su veracidad. Yo, por mi parte, lo tengo claro.
El mundo es un lugar hostil. Las obras del Maligno son bien visibles por doquier. Así como la podredumbre que estando presente en una sola manzana del cesto acaba por extenderse a todas las demás si no es apartada, así actúa la venenosa palabra del Maligno. Epidemias y herejías recorren pueblos y ciudades, afectando tanto a los más nobles y ricos señores como a los más miserables vasallos, y no son nada más que la prueba del castigo que merecen por vivir de espaldas a la Palabra. Así como los locos actúan al margen de la decencia y los modales y vagan por los caminos enarbolando sus absurdas muecas, así los pobres de espíritu transitan por el mundo sin atender las más altas órdenes, ignorando que los escarmientos y azotes que padecen en esta vida no son más que simples advertencias, preludios del gran castigo que les espera en una eternidad de sufrimiento y condena en la ardiente Gehenna. Mas, entre tanta inanidad, la Palabra de Dios nos sirve de refugio a los que sabemos escucharla con dócil y obediente sumisión. Es la tarea de los siervos humildes del Señor glosar su majestad, velar con tenacidad para hacer escuchar y cumplir Su divina Palabra y, a esa empresa, he dedicado la totalidad de mis días. Ahora, en el tramo final de mi vida, dicto esta epístola desde la soledad de mi celda tratando de poner por escrito uno de los hechos más importantes de mi vida terrenal, que siempre ha estado basada en la más sincera humildad cristiana y que no ha perseguido otro objetivo que honrar la obra de Dios. Aunque el juicio de los hombres no tiene ningún valor y solamente me someteré al veredicto del Gran Juez, pienso que una vida como la mía, sometida a los dictados de las Escrituras y de la Santa Madre Iglesia, servirá de ejemplo a los que estén dispuestos a conocerla e imitarla.
Desde mi más tierna infancia, fui educado en un entorno cristiano y severo. Mi familia, que había decidido que mi cometido sería seguir una carrera eclesiástica, me puso, siendo aún muy pequeño, bajo los auspicios de la Santa Madre Iglesia, que me acogió y educó con abnegación. En la santa abadía de San Víctor de París, la que desde entonces he considerado mi casa, crecí rodeado de beatas y doctas almas, que me enseñaron a escuchar y seguir la Palabra de Dios. Allí aprendí a estimar la pobreza y el silencio y dejé de lado toda vanidad, consagrándome por completo a una vida destinada al estudio y a la glorificación de la obra de Dios. En aquellos años, el honorable obispo Maurice de Sully —a quien Dios tenga en Su gloria—, y con el beneplácito del Bendito y Santo Padre el Papa Alejandro III, había mandado iniciar la construcción del glorioso templo consagrado a Nuestra Señora que, con los años, se ha consagrado como uno de los más grandes templos de la cristiandad y al cual peregrinan centenares de almas piadosas cada año.
Dios me dotó de una voz noble y perlada, hecho que no pasó desapercibido al Magister Leoninus, el canónigo que, en aquellos años, se encargaba de solemnizar las liturgias con complejos y estilizados cantos y que pronto se convirtió en mi maestro y guía en los secretos del arte de los sonidos. De su experta mano aprendí los arcanos de la armonía, que no es más que una prueba más de la infinita majestad de Dios, del canto de la musica mensurabilis, y estudié a fondo los ejemplos más notables que contenía la rica biblioteca, así como los organa que el propio Magister había escrito y que tan gloriosamente embellecían la Liturgia Divina. Algunos de los días más felices de mi vida los he pasado en el scriptorium de la abadía de San Víctor, copiando los largos y ondulados melismas que resonarían durante tantos años en las naves del templo, ávido de conocimientos, bajo la paternal mirada del Magister. Con el tiempo, aprendí suficientemente el oficio de organista y cantor y comencé a escribir algunas clausulæ, que mi maestro consideró dignas de ser cantadas en el nuevo templo. Después de tantos años, todavía se me humedecen los ojos cuando recuerdo la emoción que me produjo escuchar aquellos cantos que, con tanto esfuerzo y humildad, había escrito.
Siguiendo las indicaciones del Magister, hice algunos viajes a las tierras del oeste para estudiar y copiar algunos manuscritos de remotas abadías y monasterios, de los cuales aprendí algunas maneras e ideas diferentes de las que estaba acostumbrado. Y es que, del mismo modo que brotan por doquier actos ofensivos y pecaminosos, también abundan las obras preñadas de dignidad y beatitud y, es la tarea de un buen cristiano saber discriminar estas últimas, recogiendo las frutas maduras y dulces del inmenso árbol de la vida y dejando de lado las inmaduras o las podridas. Acostumbrado como estaba a una vida humilde y desprendida de comodidades y lujos, las penalidades de los viajes fueron para mí bastante llevaderas. Las largas travesías a lomos de mi flaco rocín con apenas un mendrugo de pan negro en el zurrón, las infectas y sucias posadas minadas de pulgas en las que hacíamos noche, o las intensas nevadas pasadas en casas de pastores que a penas se mantenían en pie no eran para mí más que motivo de alegría. Y es que la verdadera fe nos enseña a descubrir la divina mano de Dios incluso en los momentos más difíciles. Algunos compañeros, menos amantes de la pobreza o de temperamento menos sanguíneo que el mío, no pudieron llegar a los destinos más remotos, víctimas de violentas fiebres o diarreas, o afectados por una súbita melancolía, tuvieron que buscar refugio en ciudades y casas de caridad. Otros, los más débiles, sucumbieron a las penurias del camino y hubieron de recibir cristiana sepultura en tierras lejanas.
En uno de aquellos viajes, hecho a las gélidas tierras de Picardía, emprendí mi camino de vuelta a París en absoluta soledad, los últimos días de otoño. Había estado trabajando en una abadía cerca de Amiens, pero habiendo cumplido el tiempo de permiso que tenía para regresar a París, inicié mi camino de vuelta de un modo un tanto precipitado, sin más compañía que mi cayado, unas pocas provisiones y algunos manuscritos. Las inhóspitas y nebulosas tierras de aquella región parecían no terminarse nunca. Una capa blanca cubría las enormes llanuras en las gélidas auroras, y la luz del sol, blanquecina y tenue, a penas podía calentar mi cuerpo entumecido por el frío. En una de las jornadas de viaje, estando cerca de Beauvais, tuve una súbita iluminación a la cual debo el éxito y prestigio que, como organista, he tenido a lo largo de los últimos años de mi vida y que me ha hecho ser conocido con el calificativo de «Magnus». Recibí la llave que me permitió cumplir mi tarea como siervo de Dios de una forma repentina. Las iluminaciones se alcanzan por las vías más inesperadas y no nos corresponde a las débiles criaturas humanas juzgar o entender el mecanismo de comunicación divina, sino cumplir sus mandamientos y designios con humildad y presteza.
Era la hora del crepúsculo y yo había aligerado el paso para llegar a la ciudad de Beauvais antes de que cayese la noche. Ya se divisaban al sur las finas torres de la ciudad cuando, de repente, emergiendo entre la espesa niebla en un inmenso llano, una bandada de negros estorninos se colocó justo frente a mí dibujando sus misteriosas y volubles figuras, con una precisión milagrosa. Parecían una sustancia líquida, un reflejo de luz… Dialogaban sin hablar, actuando como un solo ser, los individuos no existían, solamente una armoniosa y equilibrada colectividad. Me sentí bendecido, subyugado por la visión de aquel milagroso espectáculo que Dios colocaba ante mis ojos y que no era más que una ínfima demostración de un poder sin mesura, de una majestad infinita. Mis ojos se humedecieron con las lágrimas, mis fuerzas me abandonaron por unos instantes. Quedé arrodillado frente a aquella nube cambiante y en mi mente resonó una y otra vez un canto de alabanza a la majestad del Creador. Jubilate Deo omnis terra!
No sé cuánto rato estuve inmerso en ese estado de éxtasis, pero cuando mi ánimo se serenó, el sol ya se había escondido por completo tras las montañas, y los ruidos de la noche empezaban a tomar forma. En otra ocasión, hubiese sentido miedo de estar allí, en medio de la noche poblada de criaturas, y hubiese empezado a correr en busca de un techo, pero después de aquella experiencia me sentí renacido, convencido como un profeta, valeroso como un caballero. Con paso calmo me dirigí hacia Beauvais. Aquella noche, en la húmeda y polvorienta cámara donde pernocté, comprendí que mi tarea era emular en sonidos aquella manifestación divina de la cual había sido testimonio, reproducir mediante el arte de la música aquella prueba irrefutable de la omnipresencia del Creador.
Tan pronto como llegué a París y cumplí mis funciones en la liturgia, me puse a escribir aquella música que, desde el encuentro con la bandada divina, había resonado en mi interior como si de un templo se tratase. Una música como esta nunca había sido concebida, ni tan solo sugerida. Las honorables creaciones del Magister Leoninus, a pesar de ser inmensos monumentos a la gloria de Dios, no se podían ni tan solo comparar con la creación que estaba determinado a llevar a cabo. En la música que buscaba, la línea de cada cantor se movería con agilidad y presteza, describiendo volutas y espirales como las que realiza cada estornino. Las diferentes líneas se superpondrían en un movimiento variable y continuo, rozándose mas sin tocarse, acariciándose, ordenándose y reordenándose, mutando constantemente, danzando y dialogando entre ellas, exactamente igual que hacían los estorninos de la bandada. Y, bajo estas líneas móviles, la voz que Dios que todo lo ordena, la Voluntad Divina, la Santidad Suprema.
Cuando el Magister Leoninus se enteró de mis intenciones me explicó que no era posible realizar una música de aquella dimensión. Nunca se habían añadido tantas vox organalis a una vox principalis. Los tratados afirmaban que no sería posible controlar aquella masa sonora sin caer en sonoridades diabólicas y desordenadas. No existían precedentes ni ejemplos que se pareciesen lo más mínimo a aquella idea. Con la severidad que caracterizaba a mi maestro, me trató con palabras ásperas y, en cierto modo, sensatas, pero por primera vez en mi vida, sentí un impulso que me permitía contradecir a mi querido Magister. La música sonaba tan clara en mi interior que mi tarea era la de simple copista. ¡Yo no creaba esta música, la había compuesto el mismo Dios!
A lo largo de siete jornadas de intenso y agotador trabajo, fue tomando forma el Sederunt Principes, que tanta fama me dio. Cuando terminé de escribirlo, quedé profundamente liberado, con la sensación de haber cumplido una tarea importante.
Las paredes del templo de Nuestra Señora parecían bañadas en oro bajo la luz de aquel crepúsculo dorado. Las bonitas voces de los hermanos cantores entonaron la primera nota. Las tres voces superiores emprendieron el vuelo y empezaron a dibujar sus cambios y vueltas, sus espirales y círculos, parecían agua, luz. La vox principalis, la más grave, mantenía firme y eterna su estirada nota, infinita, como una gran voluntad que ordena las demás. Aquella divina bandada me mostró el camino a seguir, me dictó, nota a nota, un canto de alabanza como nunca se había ofrecido. El Sederunt Principes se cantó por vez primera en abril del año 1201, unos días después de la muerte de mi querido Magister Leoninus, que no pudo escucharlo.
Magister Perotinus Magnus
ANNO DOMINI MCCXXXI