martes, 4 de agosto de 2020

Gustav Mahler. La belleza de la vulgaridad

    Si por alguna cosa fue reconocido Gustav Mahler durante su vida, fue por su faceta de director de orquesta. Durante años estuvo al frente de algunas de las más prestigiosas agrupaciones sinfónicas de Europa y América (la Hofoper de Viena, o la Filarmónica de Nueva York), quedando en un segundo plano su vertiente como compositor. La música de este extraordinario creador —y hoy, que se escucha y se quiere tanto a la música de Mahler nos parece chocante— no tuvo un reconocimiento demasiado popular en vida del compositor y, como dice Eugenio Trías, su música «tuvo que pasar por un purgatorio de cincuenta años antes de su idónea comprensión y goce». Hasta bien entrado el siglo XX su música no empezó a ser interpretada de manera habitual, no estuvo integrada en aquello que suele llamarse «gran repertorio».

Gustav Mahler

    Podemos entender esta falta de comunicación con el público desde diversos ángulos pero pienso que la razón más importante es que su música plantea un feroz cuestionamiento a los códigos mentales del orgulloso y presuntuoso público que, a finales del siglo XIX, transitaba por las doradas salas donde se tocaba música sinfónica. Mahler abrió las puertas de los altares de la respetabilidad burguesa —las suntuosas salas de concierto— a un espacio sonoro que, la misma burguesía, consideraba inaceptable en aquel contexto. Por la orquesta de Mahler desfilan ingenuas y destartaladas marchas militares, cancioncillas banales e infantiles, triviales cantilenas de circo, frívolas y sentimentales melodías de salón, rústicos Ländlern en los que resuenan los cencerros de las vacas...
    El estirado público de finales del siglo XIX tenía firmemente enraizada en su mente la seriedad y severidad del sinfonismo de Anton Bruckner o de Johannes Brahms, o las trascendentes y moralizantes músicas de Richard Wagner y, incluir tota este vulgar arsenal kitsch, como proponía Mahler, significaba cuestionar la respetabilidad y la decencia de los propios oyentes, transformar el digno acto de escuchar un concierto en una cosa banal, de mal gusto. Tal vez, tras esta concepción tan amplia de la sinfonía («cada sinfonía debe ser un mundo entero» dijo Mahler), se esconden las razones de la falta de comprensión que sufrió durante su vida.

La Staatsoper de Viena, en 1902

Su primera sinfonía, del 1888, es toda una declaración de intenciones en este sentido. El tercer movimiento se inicia con el famoso canon sobre una variación en modo menor de la canción Frère Jacques, paradigma de las canciones infantiles.


Los timbales marcan el ritmo de marcha —uno, dos, uno, dos— y la cancioncilla aparece y reaparece, superponiéndose a ella misma, creando una inusual mezcla de irónica seriedad, de tristeza fingida, de cortejo fúnebre escenificado por niños que juegan... Sobre este canon que lentamente va creciendo, un oboe hace oír una melodía militar, pero de un militarismo poco creíble, un tanto burlón, juguetón.



 

Más adelante, el movimiento continua con la sorprendente aparición de lo que parece un grupo de música klezmer, la música tradicional de los judíos europeos y que solía usarse para amenizar las bodas y celebraciones de todo tipo. Imaginemos las reacciones que debió causar esta música a las gentes de aquella Viena donde la alargada sombra del antisemitismo iba tomando forma...


Un grupo de música klezmer


Escuchamos el ritmo machacón y rudo del bombo y los platos —pum, chan, pum, chan— sobre el que los clarinetes y violines, instrumentos típicos del klezmer, dibujan las ágiles y despreocupadas melodías, cargadas de glissandi.



En todas las sinfonías de Mahler encontramos ejemplos similares. En su segunda sinfonía, por ejemplo, hay un momento en el último movimiento en el que, mientras suena una lírica y expresiva melodía en los cellos, Mahler hace sonar des de fuera del escenario lo que parece una especie de charanga, una música de celebración. Toda la tensión y dramatismo del momento parece diluirse en una irónica mueca.


O, por ejemplo, en el segundo movimiento de la cuarta sinfonía, donde escuchamos lo que parece un violín desafinado tocado por un vagabundo que trata de ganar alguna moneda para gastarsela en vino. Mahler consigue este efecto a través de lo que los músicos llamamos scordatura, una desafinación voluntaria del instrumento.



Mahler, capaz de escribir los más elevados y trascendentes adagios no renuncia a incluir como parte de su mundo sonoro la música que suena en las calles y en las plazas, en las paradas militares o en las procesiones, en los patios de los colegios o en las cabañas de pastores. Se gesta, aquí, una verdadera destrucción de los géneros musicales. La sinfonía se torna un carrusel tan diverso como la vida misma, recorriendo el amplio abanico que va desde la más absoluta y reflexiva meditación hasta la más vulgar de las cantilenas de taberna.